sábado, 6 de noviembre de 2010

Vargas Llosa en el supermercado y Michel Houellebecq en mi móvil


Voy al supermercado y cuanto estoy a punto de pagar, me encuentro dos ejemplares de El sueño del celta, la última novela de Mario Vargas Llosa, en el sitio donde normalmente la cajera deja el boli y el papelillo de la tarjeta para que lo firmes. O el cambio si pagas en efectivo.

Nadie se los ha olvidado. Es que los venden.

Desde hace ya tiempo, en este supermercado de mi barrio (de la cadena Gigante) venden libros.

Hay unos expositores en la entrada, pero nunca había visto ejemplares de ninguna otra obra en un lugar tan privilegiado.

Pienso, lo primero, que la editorial (Alfaguara) ha debido pagar una pasta para que coloquen sus "productos" allí.

Pienso, luego, que esa imagen a Vargas Llosa le debe poner cachondísimo. Porque él es liberal y a los liberales, ya se sabe, no hay nada que les guste más que un mercado, un supermercado o, en su defecto, un hipermercado.

A mí, la imagen me incomoda y me desconcierta.

Me gusta por lo que tiene de popularización de la literatura. O sea, por acercar los libros a la gente, todo tipo de gente.

Me irrita como una muestra más de la hipermercantilización de nuestras vidas y de aquellas cosas que más nos gustan, o que consideramos lo suficientemente importantes como para dejarlas al margen de los intercambios comerciales. O, al menos, para establecer otro tipo de relaciones de compra-venta: en otro contexto, con otras reglas, etc.

Y sí, ya sé, es puritano, pero es que yo soy muy puritano, y por lo tanto, hipócrita: ¿qué diferencia hay entre vender libros en una librería o venderlos en un supermercado?

Mucha, muchísima.

Por suerte, llevo el móvil. Con él hago la foto que encabeza esta entrada y dentro de su memoria, guardo decenas de libros.

Últimamente no paro de leer en el móvil (un smartphone, es decir, uno de esos teléfonos con la pantalla muy grande y que hace casi de todo). Antes lo creía imposible, ahora me parece comodísimo. Leo, sobre todo, a Houellebecq, esta semana me ha dado por ahí: tan reaccionario, tan repugnante, tan sectario, tan lúcido, magistral siempre.

Él tiene un libro que se llama El mundo como supermercado (Ed. Anagrama), así que le dejo que piense por mí y que ofrezca una posible explicación de mi malestar al ver los libros de Vargas Llosa en la caja de del supermercado. Corto y pego (las cursivas son del autor; las negritas, mías):
Los peligros que actualmente la amenazan [a la literatura] no tienen nada que ver con los que han amenazado y a veces destruido a las demás artes; están mucho más relacionados con la aceleración de las percepciones y de las sensaciones que caracteriza a la lógica del hipermercado. Porque un libro sólo puede apreciarse despacio; implica una reflexión (no en el sentido de esfuerzo intelectual, sino sobre todo en el de vuelta atrás); no hay lectura sin parada, sin movimiento inverso, sin relectura. Algo imposible e incluso absurdo en un mundo donde todo evoluciona, todo fluctúa; donde nada tiene validez permanente: ni las reglas, ni las cosas, ni los seres. La literatura se opone con todas sus fuerzas (que eran grandes) a la noción de actualidad permanente, de presente continuo. Los libros piden lectores; pero estos lectores deben tener una existencia individual y estable; no pueden ser meros consumidores, meros fantasmas; deben ser también, de alguna manera, sujetos.
Y sí, claro, hay una relación innegable entre ambos hechos. Quiero decir entre que los libros de Vargas Llosa estén en la caja del supermercado y que yo lleve las obras completas de Houellebecq en mi móvil. Son dos, sólo dos de los muchos cambios que ya se están produciendo en la industría editorial. Dos muestras más de su fragilidad, del nerviosismo y la confusión, de cómo todos buscan mantenerse a flote y a veces da la impresión de que algunos han perdido el norte.

Imposible no cerrar hoy con el Lost in the supermarket de los Clash: