domingo, 22 de agosto de 2010

Que florezcan cien millones de tentativas abortadas (se nos ha muerto Fogwill)

Dicen que abril es el mes más cruel, pero a mí siempre me ha parecido peor febrero.

O agosto, el final de agosto: es como si el verano se esforzara cada año en morir matando.

Siempre, siempre, siempre, a finales de agosto, hay algo o alguien que intenta matarte.

Aunque sólo sea para que no puedas ir presumiendo por ahí (ojo, esto es un guiño a Julio Iglesias, no un homenaje) de haber sobrevivido a otro verano.

Y normalmente te salvas: de los accidentes de coche que te pasan rozando, de las infecciones tropicales que pretenden contagiarte aquellos que tienen la estúpida manía de viajar cuanto más lejos mejor, de las intoxicaciones alimentarias que llegan disfrazadas de ensaladilla rusa, de los ancianos que te disparan en una discusión de tráfico o de quienes se desmayan en un cine de verano justo delante de ti para que te agaches a atenderles y entonces, morderte la yugular.

Son cosas que pasan y tú te salvas, pero siempre hay alguien que cae.

Cayó Pavese.

Cayó Pascal.

Cayó Nietzsche.

Cayó Lady Di.

(Son sólo cuatro que murieron a finales de agosto, cito de memoria.)

Y hoy, leo, ha caído Fogwill.

Lo primero que pienso es que en estos meses apartado del blog y de pocas lecturas, lo que más he disfrutado han sido sus cuentos: los cuatro o cinco, quizá seis o quizá siete, leídos en los transportes públicos y por la calle, corriendo porque llegaba tarde a algún sitio. Y leídos exclusivamente por el placer de leerlos, quiero decir que nunca pensé escribir nada de ellos, ni aquí ni en ninguna otra parte. Leídos para desintoxicarme y olvidar todo lo demás.

Pero parece que sí, que toca, que la sorpresa de su muerte (yo ni siquiera sabía que estaba tan enfermo) obliga a decir algo sobre lo bueno que fue este tío, lo cruel, lo inteligente, y lo guarro.

Fogwill escribe como ningún otro antes, es imposible confundirle, tiene eso que se llama un mundo propio, pero a lo bestia y al mismo tiempo, fingiendo que no le concede ninguna importancia.

Pura pose, por supuesto, lo de no querer parecer un escritor, y escribir con esa sencillez inicial que luego inmediatamente se convierte en algo muy complejo y que siempre acaba mezclando sexo y política, una ironía muy seca y muy áspera con esas escenas tan suyas de coprofilia, de ménage à trois entre hermanos, de lesbianas karatecas, de soldados follándose a los ovejas. Escenas llenas siempre de violencia (explícita o implícita).

Y todo ello sin despeinarse, como la cosa más normal del mundo.

Toda la potencia narrativa de Fogwill radica precisamente en esa amoralidad. Su falta de escrúpulos, o su supuesta falta de escrúpulos, es la que pone en jaque al lector, la que le incomoda, la que hace que se plantee mil preguntas y también que disfrute hasta el punto de babear o de dibujar en su rostro un gesto indescriptible, mezcla de asombro, fascinación, envidia, cierta repugnancia y una entrega absoluta hacia lo que se está leyendo.

Tan amoral, o tan supuestamente amoral, y tan ambiguo en su escritura como lo fue en su vida.

Baste recordar que Fogwill, el hombre que escribió Los pichiciegos, la gran novela sobre la Guerra de las Malvinas, la que ponía en evidencia todo su disparate y todo su absurdo, la que convertía a los soldados en una especie de topos o armadillos que viven bajo tierra y que durante años estuvo censurada en Argentina, era el mismo que justo en ese momento trabajaba en una empresa inglesa que asesoraba al ejército argentino.

Algunos se rasgarán las vestiduras.

Otros, quizá compendan mejor esa supuesta, sólo supuesta, amoralidad, o la tensión de la que surge, o lo que a partir de ahí, y con un talento infinito, se puede escribir.

Igual que lo que hizo con este poema (que sí pero no, y del que copio el título de esta entrada):



¿Qué?, ¿qué hizo? Lo convirtió en un anuncio de Coca-Cola dirigido por su propio hijo:



Borges describió a Fogwill de forma muy despectiva como el hombre que más sabía de cigarrillos y automóviles del mundo.

A lo que Fogwill, respondió: sí, él escribe mejor, pero yo tengo mucha más vista.

O sea, que sí, un cabrón, un cabronazo, aunque mucho menos que Borges, y muy bueno, buenísimo, imprescindible.

Dejad ya la playa, o la piscina, poneos en pie, volved a ser personas y corred todos a vuestra librería, o a una biblioteca, o descargadlo de internet (creo que hay bastantes cosas suyas colgadas). Leed todos a Fogwill.

(Los relatos a los que hacía referencia y que he estado leyendo son los recogidos en el volumen Cuentos completos, publicado este mismo año por Alfaguara.)