miércoles, 31 de marzo de 2010

Cosas que hacer en Madrid cuando estás muerto (Warren Zevon, Jaime San Román, Simone Weil y Hunter S. Thompson)


Hoy empezamos por el final: el título es un plagio, o un homenaje, de Warren Zevon y su Things to do in Denver when you're dead.

Luego pongo el vídeo.

Me obsesiona cómo empieza esa canción.

Igual que en los viejos tiempos, la escucho una y otra vez, una y otra vez.

Esa parte que dice (traduzco libremente): "Llamé por teléfono a mi amigo LeRoy y le dije: colega, me da miedo estar solo, tengo algunas ideas extrañas en mi cabeza sobre las cosas que hacer en Denver cuando estás muerto".

Y ahora, el principio.

La foto es de Jaime.

Jaime es Jaime San Román, aquí siempre que se habla de Jaime sin apellidos es él.

Jaime, lo pensaba el otro día, sólo fotografía fantasmas.

Jaime, quiero decir, te recuerda eso en lo que consiste la fotografía: parar el tiempo, robarle el alma a alguien.

Su alma tal y como es: sucia y triste.

Pero es que Jaime cada vez lo hace mejor, sus fotos, su forma de matar a quien se le pone delante, ya sea persona, paisaje o niño que viaja dormido en el autobús.

Y su frialdad, su distancia y su aspereza (siempre repito este adjetivo).

Pienso en eso, pienso en Warren Zevon y pienso en Madrid muerto dentro de unas horas.

Todos os habréis marchado.

Quedaremos los fantasmas de Jaime y quedaré yo.

Leeré a Simone Weil para que me recuerde por qué no me largo yo también.

Sobre todo (corto y pego de La gravedad y la gracia, editado por Trotta y traducido Carlos Ortega):
Dos concepciones de infierno. La corriente (sufrimiento sin consuelo); la mía (falsa beatitud, creer equivocadamente que se está en el paraíso).
Y en otro orden de cosas:
La contradicción sentida en el fondo del ser es el desgarro, es la cruz.
Simone Weil era judía, aunque luego se hizo cristiana y mística.

Simone Weil era comunista (o más o menos comunista), aunque vino a nuestra guerra a luchar con Durruti.

A Simone Weil tanta piedad la acabó matando: huyó de Francia y de los nazis para dejarse morir en un hospital inglés.

Podría decir que Simone Weil fue una narcisista (por dejarse morir), pero no quiero frivolizar con ella.

Ahora viene la canción y el que sale todo el rato en las fotos es Hunter S. Thompson porque era muy amigo de Warren Zevon, el que canta, y porque es un homenaje de uno de sus fans en el tercer aniversario de su muerte.



Hunter S. Thompson ni fue místico ni fue rojo ni se dejó morir.

Hunter S. Thompson fue periodista (inventó el periodismo gonzo), aficionado a las drogas y se pegó un tiro.

Dejó (entre otras) Miedo y asco en Las Vegas, Los Ángeles del Infierno, El Derby de Kentucky es decadente y depravado, y una bonita nota de despedida titulada La temporada de fútbol ha terminado (traduzco libremente):
No más juegos. No más bombas. No más paseos. No más diversiones. No volveré a nadar. 67. Son 17 más que 50. 17 más de los que necesitaba o quería. Aburrido. Estoy siempre gruñendo. No es divertido - Para nadie. 67. Te estás volviendo avaricioso. Actúa según tu edad. Relájate - No dolerá.
No fue un suicidio.

Fue como los elefantes viejos, cuando deciden no dar más el coñazo y se retiran para morir en soledad.

Sin dramas.

Y luego, le hicieron una gran fiesta, con fuegos artificiales, el Mr. Tambourine Man y un cañón de 47 metros de altura que lanzó sus cenizas sobre todos los colegas.

Podría decir que Hunter S. Thompson fue un megalómano, pero con él tampoco quiero frivolizar.

El que le pagó el cañón y la fiesta-funeral al viejo Hunter fue su colega Johnny Depp.

Deep, deep, superdeep.

Y ya, lo dejo.

Es todo muy fúnebre hoy, y muy siniestro.

Lo sé y lo siento.

Pero es que estamos en Semana Santa.

Todos os vais y yo me quedo.

Con las calles llenas de crucificados, nazarenos y mujeres que lloran a sus hijos muertos.

Es lo que tiene el catolicismo.

Pero el sábado será de Gloria.

Y el domingo, de Resurrección.

De eso no me cabe ninguna duda.

A cuidarse y a divertirse.

Cuando volváis, yo seguiré aquí.

domingo, 28 de marzo de 2010

Mamá Siberia, perdóname la vida 2 (reseña de 'Educación siberiana', de Nikolái Lilin)


Leo Educación siberiana, de Nikolái Lilin, editado por Salamandra y traducido por José Manuel Salmerón.

Ya avancé lo mucho que me había gustado.

Educación siberiana es, por lo visto, la historia de su autor, nacido en 1980 en una de esas extrañas y fantasmagóricas repúblicas soviéticas, o ex soviéticas, Transnistria, donde fueron deportados los urcas siberianos, entre los que él se crió.

Los urcas siberianos son una comunidad de ladrones que siguen sus propias normas.

Normas como ésta, corto y pego:
Nuestros mayores nos educaban bien.
Para empezar, nos enseñaban a respetar a todos los seres vivos, categoría en que no entraban los policías, las personas relacionadas con el gobierno, los banqueros, los usureros y todos aquellos que ostentaban poder económico y explotaban a la gente sencilla.
Y, en efecto, los urcas se dedicaban a asaltar bancos, furgones blindados y los trenes que iban a Sibería y volvían cargados de todo tipo de mercancías y materias primas.

Los urcas son mafiosos muy crueles que aprenden desde niños que algún día morirán y mientras, que tarde o temprano, tendrán que matar, así que sus padres, abuelos y tíos se los llevan, por ejemplo, al matadero para que se familiaricen con la sangre y se ejerciten clavando sus navajas a los animales abiertos en canal y que cuelgan de los ganchos.

Toda la comunidad está muy unida, como una familia, y siguen a raja tabla un código de honor basado en el respeto, la valentía, la amistad y la entrega. Y decenas de ritos, supersticiones y costumbres, algunas divertidísimas, como la de negarse a hablar con los policías y utilizar a sus mujeres como intermediarias cuando van a detenerles.

Guardan sus armas junto a los iconos religioso, desprecian el dinero y las posesiones materiales, y cubren sus cuerpos de tatuajes con los que están contando una historia, su propia historia, a quien los sepa leer.

El tono de Educación siberiana oscila entre el de unas memorias, el de un reportaje y el de una novela de aventuras, o de iniciación, o una de esas historias de mafiosos en las que resulta imposible no sentirte fascinado por ellos, por su poder y por su extraña forma de vivir al margen de todas esas convenciones que a diario putean y limitan a cualquier 'ciudadano decente'. Porque ellos, y en esto son iguales los urcas que Los Soprano, por citar un ejemplo, hacen muchas de esas cosas que a cualquiera, ante determinadas situaciones, le gustaría hacer, como vengar una violación.

Lilin dice que no es escritor,
pero miente. O se equivoca. Lilin es un narrador cojonudo, de una eficacia impresionante, capaz de mezclar mil historias y personajes. Lilin tiene ritmo, nunca aburre y transmite mil matices, desde la ternura hasta la violencia más extrema.

Lo que no hace Lilin es poesía y se agradece. Educación siberiana es un libro violento y duro, pero no insoportablemente violento ni insoportablemente duro.

Con un par de excepciones. Sobre todo, el capítulo dedicado a su estancia en una cárcel para niños, que harán bien en saltárselo los lectores más sensibles. Aquí, como en otras escenas de gran violencia, la peor parte le corresponde al Estado y a la Ley. Y es que son precisamente sus servidores los que cometen los actos más terribles y da igual que sean policías estalinistas torturando a una madre junto a sus dos hijos que soldados rusos en Chechenia o funcionarios de prisiones que se dedican a prostituir, violar y grabar en vídeo a los menores de los que deberían cuidar en la capitalista y democrática Rusia actual.

¿Y todo esto es real o Lilin se lo está inventado?

La pregunta surge de forma inevitable mientras vas leyendo el libro.

Yo creo que es real, o más o menos real, o bastante real con determinadas licencias.

Más que nada porque Educación siberiana está lleno de silencios. Lilin, que después de crecer con los urcas estuvo en la guerra de Chechenia y en la actualidad trabaja como tatuador en Italia, pone muchísimo cuidado para no comprometer en ningún momento a los suyos a la hora, por ejemplo, de dar detalles sobre sus golpes. O con la figura de su padre, del que casi no aporta datos: mató a un par de policías, estuvo en la cárcel, luego vivió en Grecia, poco más.

También se muestra muy comedido al hablar de sexo.

Y de amor, lo que sorprende al tratarse de una relato de iniciación.

Pero es que los urcas son puritanos y jamás hablan de eso ni de dinero.

Lo que sí hacen los urcas es utilizar todo tipo de fórmulas de cortesía al hablar: para saludar, para presentarse, para pedir un favor, para despedirse...

Fórmulas como ésta, que me gusta, y que queda muy bien para terminar la entrada, y que hasta te dan ganas de recuperar la fe: "Que Dios nos bendiga y aleje el mal y los peligros de nuestras pobres almas".

O sea, que vaya bien la semana.

jueves, 25 de marzo de 2010

'Quiero seguir siendo horrible en la medida de mis dotes –es decir, muy modestamente' (un año de Algo de libros)


Hoy hace un año que empezó este blog.

Tres personas ya me han felicitado, una vía sms, otra con un comentario en la anterior entrada y la tercera, con un gin tonic en la mano.

Había pensado varias opciones para celebrarlo.

Lo que no haré será dar cifras: de visitas, de usuarios únicos, de entradas más leídas...

Tampoco son para tanto.

Lo que quizá haga más adelante es regalar mis libros, no todos mis libros, sólo unos cuantos, 200 ó 300, tipo book crossing o tipo fiesta de intercambio: tú me traes una cerveza y te llevas un libro, o dos, o hasta tres, o los que sean.

Ya veremos: necesito tiempo y fuerzas para organizarlo.

Hoy, en lugar de eso, dos cosas, la primera y más importante, dar la gracias.

A todo, todos, todos.

Pero de forma muy especial y seguramente injusta por los que me olvido: a quien le puso nombre a este blog, a quien no sé cómo consiguió que apareciera en los buscadores, a quien escribió el primer comentario y a todos los que le han seguido después, a quienes se hicieron seguidores y a quienes prefirieron no hacerlo, a quien dibujó el diablo cojuelo y a quienes también lo llevan tatuado y me dejaron usarlo, a quienes me han escrito en privado, a quienes me han dejado sus fotos y hasta a quien me ha regalado una, a quienes me han puesto un link sin esperar que yo hiciera lo mismo, a quienes pensaron distintas campañas de promoción que al final por mi culpa no pusimos en práctica, a quienes he consultado en determinados momentos si se me estaba yendo la olla o no con alguna entrada...

Y sobre todo, a los jefes, subjefes y adjuntos a los subjefes que, encogiéndose de hombros y como si con ellos no fuera la cosa ("lo siento, Juan, no es nada personal, el presupuesto, la crisis, mi bonus, ya sabes"), fueron dejándome sin espacio sobre el que escribir y, por lo tanto, sin dinero, pero libre, quizá por primera vez en la vida, y con un montón de tiempo que dedicar al blog.

Sin ellos, sí que nada de esto hubiera sido posible.

Aunque se equivocaban: sí, sí que era personal.

Tan personal como la precariedad y el malestar.

Tan personal como este blog, que nace justo en ese momento, pero que pretende estar lleno de amor (sí, de amor).

Un amor infinito por las cosas y las personas que me gustan, por los libros, los colegas, las copas, las cervezas, las canciones y mi perra.

También por el rigor, la seriedad y la risa.

Un seriedad que se ríe y que hasta se descojona de sí misma, y de los pedantes, y de los aburridos, y de los tontos, y de los lloricas.

Porque las cosas pueden hacerse de otra forma, aunque sea para cuatro (o quizá alguno más), y regalándolo, y hasta cagándola cada dos por tres.

Pero es que es mejor cagarla que morir de estreñimiento.

Y ya.

Ahora viene lo segundo que quería hacer, coger el mismo libro que el año pasado: Cartas a las amigas, de Louis Ferdinand Céline, una vieja, viejísima e inencontrable edición de Ediciones del Arte Nuevo, con el diablo cojuelo estampado en la página tres.

Diría que lo abro al azar.

Sería mentira.

Cuando lo abrí al azar fue la otra noche y encontré este fragmento subrayado.

Pensé que era perfecto para un día como hoy. El viejo Céline escribió a su amiga N... el 19 de abril de 1937:
Sigo estando dentro de la misma piel y esto no siempre es gracioso. Yo jamás seré tan verdaderamente monstruoso como Wagner, cuya historia clínica he leído recientemente. Pero ya empiezo a dudarlo. Quiero seguir siendo horrible en la medida de mis dotes –es decir, muy modestamente. Pero, ¿y los demás? ¿Cómo se lo hacen después de todo? ¡Tan espantosos también, y además sin excusa! Los ángeles son raros, N..., Ángel N..., yo te abrazo y hasta pronto espero.
Pues eso, hasta pronto (mañana, pasado o al otro), que quiero hablaros de Educación siberiana, un grandísimo libro.

Mil, mil gracias otra vez.

Ahora creo que me voy a dormir.

Lo haré escuchando esta canción, hoy quiero tener felices sueños:

martes, 23 de marzo de 2010

Mamá Siberia, perdóname la vida 1 (aproximación a 'Educación siberiana', de Nikolái Lilin, con un fragmento de la obra y un poema de Nietzsche)


Creo que estoy en racha.

Hablo de libros.

En este blog SÓLO SE HABLA DE LIBROS.

Buscaba libros capaces de entusiasmarme y voy empalmando uno con otro.

Ya llevo tres seguidos.

Primero Los pichiciegos, luego Stitches y ahora Educación siberiana.

Educación siberiana lo ha escrito Nikolái Lilin, lo ha publicado en España Salamandra y es una historia, se supone que real, sobre la mafia rusa. Más en concreto, sobre los urcas, una banda, o familia (en sentido mafioso), o comunidad de ladrones siberianos.

Pronto (mañana, pasado, al otro) prometo escribir más sobre él.

De momento, un trocito:
Por dignidad, los criminales honestos nunca hablan de dinero. En la comunidad siberiana todos los bienes materiales, y especialmente el dinero, son despreciados y jamás se los nombra. Los siberianos se refieren al dinero como «eso», «basura», «coliflor», «limones», o bien sólo pronuncian las cifras. Nunca lo guardan en su hogar, porque se cree que atrae la desgracia, destruye la felicidad y espanta la buena suerte; por el contrario, lo esconden cerca de casa, en el jardín, por ejemplo, en casetas para animales domésticos.
A mí, al leer el libro, me ha pasado una cosa muy rara.

Me ha entrado una nostalgia brutal.

Nostalgia de Siberia.

Yo nunca he estado en Siberia ni he sentido el menor interés por Siberia y jamás se me ocurriría ir a Siberia.

Pero ahora sé que Siberia es mi única patria posible.

Y no porque sea un criminal.

Es más, estos tipos tan simpáticos, los urcas, la verdad es que dan mucho miedo y fuera del libro no debe ser nada divertido encontrarte con ellos.

Pero Siberia, ay, Siberia, la hermosa, la dura, la rica Siberia, la tierra que todos desean.

Siberia es, más que ningún otro, un paisaje moral.

Y hasta un paraíso.

Aunque eso hay que saber verlo.

Siberia remite a esos poemas tan ingenuos de Nietzsche.

Corto y pego unos versos de Desde altas montañas, que se incluye en Poemas (Ed. Hiperión). Lo traducen Txaro Santoro y Virginia Careaga, con alguna pequeña variación mía:
¿Busqué un lugar donde más fuerte soplara el viento?
¿Aprendí a vivir
donde no vive nadie, en lúgubres zonas de osos polares,
olvidé hombre y Dios, maldición y plegaria?
¿Me convertí en fantasma que deambula por los glaciares?
Nietzsche, para hablar de hielo, sí, a pesar del romanticismo.

Pero Caspar David Friedrich, no, ni de coña.

Por eso, precisamente, por el romanticismo.

Y porque Nietzsche, pobre, en el fondo, lo que está haciendo es lo mismo que hacemos todos los siberianos, urcas o miserables burgueses deportados por papaíto Stalin a este lugar que ventila y purifica el alma como ningún otro sobre la faz de la tierra.

Todos, todos, todos, cuando nos emborrachamos para soportar el frío, acabamos cantando la misma canción, esa que en realidad es una plegaria y cuyo estribillo dice "Mamá Siberia, perdóname la vida..."

(La foto, por cierto, es de un tal Mitsuhirato y la cojo de aquí.)

domingo, 21 de marzo de 2010

Neurosis y pesadillas de la infancia (sobre 'Stitches', de David Small)


Hablemos de más libros capaces de entusiasmarnos.

O de un cómic.

Hoy toca cómic.

Se llama Stitches. Una infancia muda, y es de un tal David Small. Lo edita Reservoir Books, de Mondadori, y la traducción es de Rocío de la Maya.

En Stitches, David Small nos cuenta su infancia y adolescencia, desde los seis años hasta los 16, y un poco más, porque luego da algunos apuntes sobre lo que pasó después.

Como todo relato honesto de la infancia, Stitches es el relato de sus pesadillas, las reales y las soñadas.

La incomunicación.

El aburrimiento.

El miedo.

Todo ello, muy cotidiano, muy América años 50.

Y sus monstruos.

Toda infancia está llena de monstruos, reales también o imaginados.

Monstruos que, a veces, son algo que has visto durante el día, un feto, por ejemplo, conservado en formol, pero que escapa del frasco y te persigue por los pasillos de un hospital en el que no deberías estar.

O un crucifijo, con un Cristo que te grita y te llama idiota.

Y otras veces, el monstruo es tu propia madre.

O la bruja de tu abuela.

O el inútil de tu padre.

En Stitches está también presente la enfermedad y el dolor, un dolor que en alguna viñeta parece absoluto, y hasta te entran ganas de llorar junto al pobre chaval.

Stitches es un relato que te transmite toda la angustia del protagonista, esa sensación de amenaza constante y esa pregunta que flota en el ambiente: ¿qué va a ser lo siguiente?, ¿hasta cuándo va a seguir doliendo?, ¿de dónde vendrá la próxima hostia?

Stitches tiene la textura y la profundidad de una gran novela sobre la infancia, sin necesidad de usar casi palabras.

Pero es que los dibujos de Stitches, a medio camino entre el boceto y cierta forma de entender el expresionismo, tienen una fuerza tremenda.

Fuerza tremenda que Small traslada también a la narración.

Lo vas leyendo y te dices todo el rato: joder, joder, qué bueno es esto, qué bonito, qué triste, qué bien contado.

Y sí, claro, Stitches es un relato de la neurosis, llorica y resentido, un ajuste de cuentas.

Pero es que la literatura era eso, alguien lo explicó hace tiempo: un señor ya mayor, que se pone a llorar como un niño y que insulta a su madre, o a su padre, dependiendo del género literario, y que le dice: has hecho todo lo posible para joderme la vida, pero no lo has conseguido. Ahora, jódete tú, mira que cosas más chulas cuento.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Una nueva Lisbeth Salander en 'El club de la lucha' (sobre entrevistas y accidentes aéreos otra vez)

Hay algo aún más cómodo que entrevistar a escritores que venden muchos libros, y conceden muchas entrevistas, y ya se saben de antemano lo que les vas a preguntar y lo que ellos te van a responder.

Puedes hacerlo desde casa.

Sin correr.

Ni preocuparte por si llegas tarde.

Ni sonreír.

En realidad, ni siquiera hace falta vestirse.

Las ventajas de las entrevistas telefónicas son infinitas.

Tú estás ahí, tirado en el sofá, en pijama, por ejemplo, con un papel donde te has apuntado las preguntas, y controlando de vez en cuando que la grabadora no falla y sigue haciendo su trabajo.

Nada más.

Y la imaginas a ella, o a él, en las mismas condiciones para crear cierta empatía.

Ella, por seguir poniendo ejemplos absurdos, la gran dama de las novelas de aventuras, millones y millones de ejemplares vendidos de sus historias de piratas, o que transcurren en China, o en el Vaticano, o donde sea, pero ahora la tienes ahí, la imaginas ahí, quiero decir, en igualdad de condiciones: sentada en su mesa camilla, con la bata, las pantuflas y tomándose un cafetito con leche.

O si no, él, el nuevo héroe de la novela negra española, el amigo de los guardias civiles, también en pijama, también en pantuflas, en su casa de una ciudad del extrarradio de Madrid, calentándole la comida a su hijo, o a su hija, o a quien sea.

Pero no, esta entrevista no es como las demás.

Esta supone una gran responsabilidad.

Inmensa.

Este encargo es para una de esas revistas que te encuentras en el respaldo del asiento delantero cada vez que te subes a un avión.

Sí, la que hay junto a las instrucciones de seguridad y la bolsita para vomitar.

Y entonces recuerdas que los aviones se estrellan.

Y que la pregunta que ahora estás a punto de formular quizá sea lo último que alguien lea antes de que su avión con destino a unas baratas pero idílicas vacaciones en la República Dominicana, sigo poniendo ejemplos absurdos, estalla en pleno vuelo.

Se te pone un nudo en la garganta.

Pero sigues adelante de todas formas: eres un profesional.

Un profesional que, cada vez que piensa en aviones, sólo se le ocurren tragedias.

Como a ese otro, el de El club de la lucha, corto y pego de la traducción de Pedro González del Campo para El Aleph:
Te despiertas en el aeropuerto internacional de Air Harbor.
Cada vez que el avión se ladeaba en exceso al despegar o al aterrizar, rezaba para que nos estrellásemos. Momentos como éstos me curan el insomnio con narcolepsia, pues tal vez muramos irremediablemente, reducidos a hebras de tabaco humano prensadas contra el fuselaje.
Así conocí a Tyler Durden.
Te despiertas en el aeropuerto de O'Hare.
Te despiertas en el aeropuerto de La Guardia.
Te despiertas en el aeropuerto de Logan.
Tyler trabajaba de operador de cine a media jornada. Por su forma de ser, Tyler sólo podía hacer trabajos nocturnos. Si un operador llamaba diciendo que estaba enfermo, el sindicato recurría a Tyler.
Algunas personas son nocturnas; otras son diurnas. Yo sólo puedo trabajar de día.
Te despiertas en el aeropuerto de Dulles.
El seguro de vida te paga el triple si falleces en un viaje de trabajo. Rezaba para que hubiera turbulencias y viento de cola. Rezaba para que algún pelícano fuera succionado por las turbinas o para que el fuselaje tuviese algún perno suelto o se condensara hielo en las alas. Al despegar, mientras el avión recorría la pista y los alerones se levantaban, nuestros asientos se mantenían en posición vertical y las bandejas sujetas y el equipaje de mano metido en el compartimiento superior; cuando ya habíamos apagado los cigarrillos y llegábamos al final de la pista de despegue, rezaba para que nos estrellásemos.
Bueno, lo mismo, lo mismo, no, porque yo sólo pienso que el avión se estrella, sin desearlo, y el otro hasta reza para que ocurra.

Y luego, salgo corriendo a YouTube y, en efecto, la escena está ahí:



El club de la lucha es la gran novela americana de los 90 y la película es la gran película americana de los 90, no me canso de decirlo.

La novela es de Palahniuk, Chuck Palaniuhk.

Y la película de David Fincher.

Leí el otro día que a Fincher le habían encargado el remake yanqui de Los hombres que no amaban las mujeres.

Y volví a pensar que Larsson había tenido suerte.

Pobre, toda la que le faltó en vida, le ha tocado después de muerto.

Fincher seguro que acierta.

Fincher siempre acierta.

Para empezar, ha elegido a Carey Mulligan como la nueva Lisbeth Salander.

Yo, a Carey Mulligan no sé si la veo como Lisbeth Salander, pero sí que la vi en Una educación, y me enamoré de ella, casi tanto como de Lisbeth Salander, aunque de forma distinta.

Y me jodió que no le dieran el Oscar.

Es una gran película Una educación, con guión de Nick Hornby.

Id a verla si no os marcháis por ahí el puente: te hace sentir en cada momento justo lo que tienes que sentir: te enamoras, te encabronas, te alegras o te pones muy triste a medida que avanza la historia.

Y si os marcháis, cuidado con los aviones y sobre todo, con las revistas que encontráis en ellos.

Yo mientras seguiré aquí, como siempre, defendiendo la ciudad.

¿Y las entrevistas?

Muy bien, gracias, muy majos y muy listos los dos.

domingo, 14 de marzo de 2010

Siete días, 21 gramos de cocaína y una guerra que se va a perder (sobre 'Los pichiciegos', de Fogwill)


Llevaba semanas quejándome: ningún libro era capaz de entusiasmarme.

Me entretenían, o me ayudaban a pasar la tormenta, o me ensuciaban el bajo de los pantalones (gracias, gracias, gracias otra vez, Marta Sanz).

Pero no me entusiasmaban.

Hasta que este fin de semana se ha cruzado en mi vida Los pichiciegos, de Fogwill, y recién editada en España por Periférica (aunque yo he leído una vieja edición argentina de Interzona).

Ya el jueves hablé de Fogwill y colgué dos vídeos suyos: una entrevista y un señor muy serio que recomendaba sus cuentos completos.

Fogwill es un argentino, nacido en 1941 (más información en los vídeos) y Los pichiciegos es su primera novela.

La escribió en siete días, del 11 al 17 de junio de 1982, según pone al final de libro, y con 21 gramos de cocaína encima.

Eso cuenta la leyenda y eso cuenta el propio Fogwill.

Pero Los pichiciegos parece más bien otra cosa.

No es una novela acelerada, ni torrencial, ni hiperactiva, ni pesadísima.

Los pichiciegos parece más bien que ha sido escrita bajo los efectos de algún opiáceo.

Hay algo hipnótico en ella, y fantasmagórico, y alucinado.

Hay algo también muy frío, pero para bien, contenido, quiero decir, o si se prefiere, distanciado, distanciado sí, pero no anestesiado, todo lo contrario, es esa distancia que ponen los opiáceos entre el mundo y tú, que te permite aguantar el dolor y verlo todo más claro.

O si no, esa sensación de frialdad quizá la cause su perfección.

Porque Los pichiciegos es una novela perfecta, y creo que esta vez no exagero, no le puedes poner una sola pega, ni reproduce un clima ni te envuelve con su atmósfera ni nada por el estilo, Los pichiciegos es como Dios y crea todo un mundo: sólido, consistente, incuestionable.

¿De qué va Los pichiciegos?

De la guerra de las Malvinas.

Pero que nadie se eche para atrás: a mí tampoco me gustan ni las novelas ni las películas de guerra.

En Los pichiciegos no hay batallas, hay ovejas que saltan por los aires como a cámara lenta después de pisar una mina, en una de las mejores escenas bélicas de la historia de literatura, a la altura, quizá, de ese bombardeo contado al revés por Kurt Vonnegut en Matadero cinco. Hay también frío, muchísimo frío, y soldados y oficiales congelados, y miedo, un miedo inenarrable, y la sombra constante de la locura, y un embrutecimiento generalizado, y muertos a los que ni siquiera se entierra, y epidemias de diarrea, y chavalines de 19 años que ignoran completamente la historia más reciente de su país pero a los que les mandan a morir por la patria.

Y en Los pichiciegos están sobre todo ellos, los pichiciegos, un veintena de soldados y suboficiales que han desertado, o a los que han dado por muertos y que se han construido un refugio bajo tierra, muy cerca del frente, donde sobreviven a base de trapichear con las tropas de su país y hacer todo tipo de trabajos para los ingleses, eso que suelen llamar espionaje, o alta traición.

Los pichiciegos no son buenos, ni héroes, ni pacifistas, algunos están tan acojonados que ni siquiera salen de la cueva y otros, los más valientes, sólo aspiran a sobrevivir caiga quien caiga y quizá, con un poco de suerte, culearse alguna oveja antes de que sólo quede la que aparece en la bandera (la inglesa) de las Malvinas.

Y sí, Los pichiciegos también admite una lectura pacifista, en la medida en que retrata la brutalidad de la guerra, pero no como un panfleto sentimental o bienintencionado.

Y hasta se le puedes dar cierto valor de documento histórico, pero de forma extraña, eso sí, porque cuando Fogwill empieza a escribir aún no se ha rendido Argentina.

Y desde luego, no peca de maniqueísmo: aquí son todos malos y cabrones, lo que pasa es que unos tienen método y están organizados, y por eso ganan.

O mejor, léela como propone Fogwill en la contra de la edición de Interzona: "Al escribirla, estaba lejos del autor cualquier preocupación sobre el acontecimiento (la guerra). Como decía por entonces —digo—, estaba escribiendo sólo acerca de mí, de la revolución, la contrarevolución, el amor, el comercio, la democracia que sobrevendría".

Fogwill, por cierto, estará mañana lunes (15) en el CaixaForum de Madrid y pasado (16) en el CaixaForum de Barcelona.

Por si alguien quiere verle y/o oirle.

Eso también lo dije ya el otro día.

jueves, 11 de marzo de 2010

Popurrí disperso antes del fin de semana (Pizarnik, Fogwill y Kings of Leon)

Sigo leyendo, a ratos, a Pizarnik, Alejandra Pizarnik.

Tengo un rollo raro con ella.

Es porque mi perra está convaleciente, aunque ya a punto de recibir el alta.

Mi perra ahora es frágil y oscura.

A mi perra ahora le gustan poemas así:
Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa.
El poema se llama La palabra que sana y es de su poesía completa, la de Pizarnik, editada por Lumen.

Pero voy a dejarlo pronto.

El fin de semana quiero leer Los pichiciegos, de Fogwill.

Periférica la acaba de editar.

Este señor tan simpático te cuenta qué son Los pichiciegos:



La semana que viene todo el mundo va a hablar de Fogwill.

Porque Periférica edita Los pichiciegos, ya lo he dicho, porque Alfaguara edita sus cuentos completos y porque él va a venir a España.

El lunes (15) estará en Madrid y el martes (16) en Barcelona.

Ambos días en el CaixaForum respectivo, a las 19.30, donde dará una conferencia que se llama: "Instrucciones para violentar el pasado".

¿Y quién es Fogwill?

Fogwill, apréndetelo ya y así puedes ir presumiendo por los bares, es éste:



Fogwill es muy, muy excesivo, muy provocador, muy listo.

Y además, es muy bueno (escribiendo, que es lo importante).

A mí me gusta.

¿Y como banda sonora para el fin de semana?

Algo energético, algo del primer disco de Kings of Leon, algo así:

martes, 9 de marzo de 2010

Uno de esos libros que te empapa y te ensucia el bajo de los pantalones (sobre 'Black, black, black', de Marta Sanz)


Leo Black, black, black, de Marta Sanz y publicado por Anagrama.

Desde la contra, el libro se define a sí mismo como "una espléndida novela negra que puede leerse como tal, pero también, y sobre todo, como otra cosa".

Es cierto.

Black, black, black empieza con un detective gay, Zarco, que habla por teléfono con su ex mujer, Paula.

Cuenta que un matrimonio mayor, facha y muy pijo le ha contratado para investigar la muerte de su hija, Cristina Esquivel, geriatra casada con un marroquí con el que tenía una niña.

Los fachas creen que ha sido el marido y Zarco va a su casa a hablar con él y a investigar. Empieza a conocer a los vecinos de la muerta y al marroquí, y ya toda la novela transcurre en ese edificio del centro de Madrid en el que la pareja vivía y donde se produjo el crimen.

En el edificio hay moros con niños, mujeres desaparecidas o muertas, parejas de jubilados, escritoras sociales, amas de casa licenciadas en Filología que también escriben y un adolescente (o casi, 19 años) que colecciona mariposas y del que Zarco se enamora inmediatamente.

Black, black, black tiene tres partes.

En la primera, habla el detective y cuenta su historia. Suena un poco a parodia del género negro, con referencias constantes a Philip Marlowe, Mike Hammer, La dama de Shangai, etc.

Pero Zarco es, o pretende ser, un detective ilustrado y rojo, o socialdemócrata, que cree más en la avaricia y la desesperación como causas del crimen que en los piscópatas.

Ilustrado y salidísimo porque se ha enamorado del chaval que colecciona mariposas y la tensión sexual entre ellos crece, crece y crece.

La segunda parte, quizá la mejor, es el diario de ese ama de casa licenciada en Filología y deprimida que retrata la miseria moral, social y estructural que la rodea, todo el malestar encerrado en esa comunidad de vecinos en la que las madres no quieren a sus hijos ni las mujeres a sus maridos ancianos y enfermos ni las escritoras sociales a esas mismas personas que utilizan para escribir sus ficciones y que siempre sacan mucho más guapas de lo que en realidad son.

Miseria estructural, horror frente a lo cotidiano y malestar generalizado que quizá acabe provocando un baño de sangre...

Quizá, quizá, quizá...

Quizá sí.

O quizá no.

En la tercera parte, habla Paula, la ex mujer del detective, que retoma la investigación y tratará de descubrir quién miente y quién no, qué hay de inventado y qué de real, y sobre todo, quién es el culpable.

Novela negra, sí, vale, pero también otra cosa, sobre todo, otra cosa, el mismo libro lo dice.

¿Qué cosa?

Mil cosas más, porque Black, black, black es una de esas novelas que te puede, que te supera, que te desconcierta, que sientes que juega contigo y lo que resulta peor, en muchos momentos te da la impresión de que es más inteligente que tú, mucho más inteligente que tú.

Lo que tampoco quiere decir que te entusiasme (que me entusiasme, quiero decir), pero eso da igual, porque hace algo casi, casi tan importante: te desafía.

Sí, te desafía y te empapa de realidad.

Te mancha el bajo de los pantalones a medida que avanzas.

Mierda, porque luego hay que meterlos en la lavadora.

Y te encuentras unos pegotes incómodos, muy, muy incómodos, ásperos y sobre todo, retorcidos.

Marta Sanz es muy retorcida.

Gracias, gracias, Marta Sanz.

E inteligente, ya lo hemos dicho.

Y astuta.

Y hasta lírica.

¿Cómo?, ¿se puede ser lírico y hablar al mismo tiempo de la realidad, la miseria (nuestra miseria), lo cotidiano?

Sí, si renuncias a lo cursi, a lo ñoño, al tópico, y te entregas a lo guarro (cierta forma de abordar el sexo), a lo terrible (cierta forma de abordar lo terrible, en el marco de una rutina casi asfixiante y sin más monstruos que los que habitan junto a nosotros o dentro de nosotros) y a lo brutal (sin necesidad de banda sonora ni de fuegos artificiales).

¿Conclusiones?

A muchos no os gustará y ya lo siento, no es una lectura fácil (de hecho, no fue ni ganadora ni finalista del último Premio Herralde de Novela, pero el jurado, supongo que de rodillas, recomendó su publicación).

A otros (rojos, resentidos sociales y/o con alguna tara mental mental o física) os entusiasmará.

Y por último, hasta los habrá que, al acabarla, decidan que la van a leer otra vez.

Eso es lo que Black, black, black exige.

Yo me siento mal por no hacerlo.

Pero es que no tengo tiempo.

Y es una pena: me encantaría.

Aunque creo que esa no es la única cosa que hoy me gustaría hacer otra vez.

domingo, 7 de marzo de 2010

Un librero borracho e indeseable (sobre 'Black Books')


Black Books - Funny blooper videos are here

Madrugada del sábado.

Mi perra duerme en el sofá.

Sin matriz, sin ovarios, sin útero.

Empieza a encontrarse algo mejor después de la operación del viernes.

Hasta le había escrito una entrada, pero no la voy a colgar.

La primera entrada que censuro entera.

Demasiado íntima, supongo, o demasiado oportunista.

Incluía un poema de Pizarnik, Alejandra Pizarnik.

Un fragmento que empezaba diciendo: "Si viera un perro muerto me moriría de orfandad pensando en las caricias que recibió" y acababa con esta otra frase: "Sí, lo malo de la vida es que no es lo que creemos pero tampoco lo contrario".

Y, en efecto, por fin ha llegado el día, pero nada va a ocurrir tal y como yo lo había imaginado.

Hoy, madrugada del sábado, me dispongo a ver el último capítulo de la serie Black Books.

Hablé algo de ella en noviembre, cuando la descubrí gracias al blog del editor Enrique Redel.

Black Books tiene sólo tres temporadas, cada una de ellas tiene sólo seis capítulos, y cada capítulo dura sólo unos 20 minutos (o poco más).

O sea, nada.

Desde el 12 de noviembre me he ido dosificando los capítulos, reservándolos para ocasiones muy especiales y acompañándolos siempre de una Guinness Special Export.

Pero hoy, sábado de madrugada, ni ha ocurrido nada especial ni bebo cerveza.

Hoy bebo un gin tonic con regaliz (Bulldog con Fever-Tree y una barrita dura y finísima de regaliz negro).

Me siento delante del ordenador, ya no aguanto más, y le doy al play: ahí está Bernard Black bebiendo, fumando y gruñendo.

Bernard Black es un irlandés borracho que siempre viste igual, todo de negro, y que tiene una librería en el centro de Londrés.

Lo que pasa es que Bernard Black odia a la gente y trata a sus clientes a patadas.

No es lo único que odia Bernard Black.

Bernard Black odia viajar, odia ir al cine, odia las fiestas, odia cortarse el pelo, odia las grandes cadenas de librerías, odia hacer cuentas, odia cualquier cosa que suponga una novedad o que le saque de su rutina, odia el teléfono, odia a los niños...

Bernard Black es, por supuesto, un tipo encantador que vive rodeado de suciedad, pilas de libros y que sufre unas resacas espantosas.

Y de vez en cuando se enamora.


Bernard Black sólo tiene dos amigos, por llamarlos de alguna forma: su ayudante, el servicial y melifluo Manny, al que Bernard maltrata de forma sistemática pero sin el cual es incapaz de vivir, y la atractiva, atractivísima Fran, que es la única que le planta cara y le coloca en su sitio de vez en cuando.

Los tres tarados.

Los tres adorables.

A los tres te dan ganas de llevártelos a casa o de ponerles un piso.

En torno a ellos y a la librería gira toda la serie: divertida, divertidísima, disparatada, tronchante, con ese humor tan bestia y tan ácido, lleno de gags muy físicos y otros, cargados de ironía.

Yo creo que es la serie con la que más me he reído nunca, a la altura, quizá, sólo de Búscate la vida. O Enredo, eso otro disparate de la infancia.

Hasta pensaba que anoche, al terminarla, iba a llorar.

Pero no.

La acabé con una sonrisa.

Me preparé otro gin tonic.

Y me puse a ver las escenas descartadas de la tercera temporada con colegialas satánicas, apuestas absurdas por parte de Bernard o cerdos que le hacen transfusiones para superar la resaca.

Y sí, volví a descojonarme.

¿Más?

En Series Yonkis sólo está parte de la primera temporada, la mitad de la segunda y un capítulo de la tercera.

Falta lo más importante: el primer episodio, el mejor de todos, que arranca con el vídeo que encabeza esta entrada.

Supongo que habrá mil sitios para descargarte la serie con subtítulos en español.

No soy un experto ni sé si es recomendable o no, pero yo la encontré entera en tripilandia.

Ale, a disfrutarla.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Desayuno con la boina del Sr. Hilsenrath


¿Calle Zurbarán o calle Zurbano?

Son las 10.30 en punto, he dormido menos de cinco horas y por primera vez en años no llego tarde a un cita.

No llego tarde.

Pero me he equivocado de dirección.

¿Seguro?

Seguro.

Estoy en el tercer piso del número 20 de la calle Zurbano de Madrid y voy a un sitio que se llama Casa Sefarad, que debe ser algo así como la casa de cultura israelí, pero lo único que veo, a izquierda y derecha, en las dos puertas, es un Cristo, sí, un Jesusito de mi vida lanzando su bendición para proteger un santo hogar católico.

Católico.

No judío.

Mierda.

Lo bueno es que no soy el único: hay un fotógrafo con su ayudante. Ellos también se han equivocado y ya están llamando al editor para confirmar: ¿Zurbarán o Zurbano?

En el tercer piso del número 20 de la calle Zurbarán no hay Cristos, pero sí un gran salón con una gran mesa en la que ya no queda ningún sitio libre.

Es lo que tiene llegar tarde.

Da igual, pienso, estoy acostumbrado, me quedo de pie.

Y en éstas, gracias, gracias, aparece alguien con una silla plegable.

Me sitúo en el único hueco libre, junto a la puerta, desde donde tengo una vista estupenda de la boina del Sr. Hilsenrath.

Es un desayuno de prensa.

Yo no suelo ir a estas cosas excepto cuando me pagan: ni desayunos ni presentaciones de libros ni comidas ni muchísimo menos, viajes.

Viajes ni de coña.

(A no ser que me paguen, insisto y estoy abierto a recibir ofertas, sí, por favor, hacedme muchas ofertas, lo necesito.)

Pero hoy estoy aquí.

Porque los de Errata Naturae me caen bien, porque tengo un posicionamiento en Google cojonudo (escribes Hilsenrath y la reseña sobre Fuck America de este blog es el quinto o sexto resultado) y sobre todo, porque quiero comprobar si el Sr. Hilsenrath existe de verdad o es sólo una ficción.

Pero lo único que veo del Sr. Hilsenrath es su boina, y la oreja izquierda, y un trozo de cuello, y algunos pelos blancos.

Luego, antes de acabar, tendré la oportunidad de ver también sus ojos, esos ojos, como de gallina, los ojos de una persona que ya ha visto demasiado.

De momento, oigo su voz, una voz vieja y cansada, siempre irónica, e incluso con ese punto de ternura que producen los viejos.

El Sr. Hilsenrath empieza a hablar en alemán y dice: Publico mi obra en España para que se conozca mi historia y para que se sepa que no todo es bonito, o algo así, no lo pillo bien, y después de esas dos frases, concluye: No tengo nada más que decir.

Todos nos reímos y surgen las pimeras preguntas: él responde a todas con dos frases, sólo dos frases, y casi siempre incluye un chiste.
  • Cuenta que le han acusado de antisemita y de pornógrafo porque en sus libros hay mucho humor y mucho sexo, aunque hablen del Holocausto.

  • Cree que es un tontería esa frase tan famosa de Adorno, según la cual, después del Holocausto ya no se podía escribir poesía.

  • Piensa que Primo Levi no hacía literatura, que lo suyo era más bien un testimonio, o un documento, y que Imre Kertész no se merece el Nobel que le dieron.

  • No le gustó La vida es bella, prefiere El último tren.

  • Dice que sí, que escribir en lengua alemana es incompatible con tener sentido del humor, pero que él es la excepción.

  • Recuerda que durante años fue pobre y trabajó de camarero, después vendió sus libros y ahora tiene ingresos.

  • Comenta que vive en Berlín, en el barrio de Steglitz, con su segunda mujer, porque la primera murió hace seis años, pero que ya no folla porque esta muy viejo.

  • Prefería Berlín cuando había un muro en medio.

  • Echa de menos ciertas libertades de Estados Unidos, después de vivir más de 20 años allí, como las tiendas que no cierran nunca.

  • Aclara que tiene una novela que no trata sobre el Holocausto, se llama El orgasmo de Moscú, y sí, claro, habla de sexo.

  • Se define como ateo, judío y sionista.
Alguien le pregunta por los palestinos y él contesta que ellos también tienen derecho a vivir, pero que es un problema de seguridad, no de racismo, y que no hay solución. Si les dejan entrar en Israel, nos quedamos sin país, viene a decir (lo siento, no tengo la transcripción exacta, para evitar dudas, aquí está la versión de Europa Press).

Responde tan seco y tan lacónico como siempre, pero esta vez no hay chiste.

¿Sin solución?

¿Así de fácil?

¿En qué posición nos coloca eso?

Y sobre todo, ¿en qué posición coloca a los palestinos?

¿Y?

¿Y?

¿Y?

¿Cuál es el siguiente paso?

Podría decir que al oír esta respuesta he sentido un escalofrío.

Mentiría.

Sólo me he sentido incómodo.

Muy, muy incómodo.

Más que eso incluso.

Y juraría que también muchos de los allí presentes.

Se ha hecho esa clase de silencio.

No sigo para no establecer comparaciones que no tienen sentido, ni sonar oportunista ni maniqueo ni nada de eso.

Fuck America, en cualquier caso, es una estupenda novela.