martes, 9 de febrero de 2010

Novocaína para el alma, tralalá-lalalá (reseña cantarina de 'Cosas que los nietos deberían saber', de Mark Oliver Everett)



Leo Cosas que los nietos deberían saber.

Cosas que los nietos deberían saber es la historia de Mark Oliver Everett contada por él mismo. Lo edita Blackie Books y lo ha traducido Pablo Álvarez Ellacuría.

Mark Oliver Everett tiene un grupo que se llama Eels: canta, compone y lo hace todo. Aunque luego llama a otros músicos para que le acompañen, salir de gira, etc.

A mí nunca me ha interesado Eels.

Siempre me ha parecido uno de esos grupos indies, pelín pretenciosos y aburridos.

¿Por qué leo entonces la autobiografía de Everett?

Porque hablan bien de ella en varios sitios, porque alguien menciona por ahí a Kurt Vonnegut y porque la abro un buen día y me encuentro un principio tan, tan potente, que barre todos mis estúpidos prejuicios y me pone a sus pies.

Hasta empiezo a escuchar a Eels y ya no me parecen tan aburridos.

Tiene canciones buenas, como la que he colgado arriba, su gran éxito, una de las primeras: Novocaine for the soul. O sea, Novocaína, que es un anestésico local que utilizan los dentistas, para el alma. Y el tío, traduzco libremente, dice: la vida es dura, y yo estoy aquí, dame algo y así no me muero, novocaína para el alma antes de que explote, antes de que explote, tralalá-lalalá.

El principio de Cosas que los nietos deberían saber es así: Mark Oliver Everett de noche, conduciendo por Virginia y buscando un puente desde el que tirarse.

Es el verano de 1982, el verano del amor, lo llama él. Everett tiene 19 años. El novio de su hermana le ha querido matar con un cuchillo, su hermana se ha intentado suicidar y él acaba de encontrarse el cadáver de su padre en el dormitorio.

Novocaína para el alma, tralalá-lalalá.

Luego, hace una declaración de intenciones y empieza a contarte su vida desde el principio: infancia, colegio, su timidez enfermiza, sus primero besos y novias, las drogas, su breve etapa como delincuente juvenil, etc.

¿Otra historia de sexo, drogas y rock'n'roll?

No, Everett no va de rockero ni de tipo duro. Es más bien ese chico rarito, sensible y moderno, incluso pelín llorica. O sea, indie.

Aquí no hay groupies ni montañas de cocaína ni habitaciones de hotel destrozadas.

Everett sufre y sufre. Pero Everett no carga las tintas cuando escribe, no se recrea en la amargura. Everett evita el drama.

Al pobre Everett le dan por todos lados: se le muere también la madre y algunos colegas, le violan a una novia, tiene un montón de problemas con las discográficas....

Y Everett compone, compone y compone canciones.

Se enamora de una loca (él también tiene el vicio de enamorarse sólo de locas) y escribe esta canción:



O vuelve de enterrar a su hermana, que al final consigue suicidarse después de mil intentos, y la casera le dice que tiene poderes y que la noche anterior vio el fantasma de una mujer que venía a visitarle. Él, ante la noticia y ante la impotencia de no poder encontrarse con su hermana, le escribe una canción así de bonita:



Everett, a ratos, tiene gracia; a ratos, hasta emociona; y a ratos, sí, carga un poco y aburre, pero sólo a ratos.

Everett, en general, mola.

Tiene gracia esa imagen de estrella del rock (indie) que no acude a fiestas, que vive casi escondido en el sótano de su casa sin parar de grabar canciones, y que se entretiene con dos cosas: pensar cuánto tardarán en encontrar su cadáver cuando se muera y vacilar a los chavalines que llaman a su casa pensando que es el videoclub. Según cuenta, su número de teléfono es muy parecido y él siempre les manda a la biblioteca para que lean algún libro.

Y, al final, Everett acaba celebrando todas sus desgracias, y sobre todo, el hecho de seguir vivo. Es un milagro, joder, un día más es siempre un milagro. Y lo canta en la canción que se titula igual que el libro:



Aunque mi preferida es ésta otra, porque la grabó con John Parish, el colega de PJ Harvey, y porque le da la mala leche y la rabia que a este chaval, después de tantas putadas, le hacen falta, y no esa tristeza tan lánguida y tan pegajosa en la que no para de recrearse:



(Casi como una postdata: El libro tiene otras tres cosas buenas:

1. El prólogo de Rodrigo Fresán, no tan brillante como otras veces, pero magnífico.

2. La edición cuidadísima de Blackie Books, con esas tapas duras nada pomposas, la faja naranja desplegable, y todo lo demás.

3. La figura del padre del autor, el señor Everett, Hugh Everett III, un físico cuántico. Todos pensaban que estaba loco y no le hacían ni caso. Hasta tuvo que ponerse a trabajar como militar en el Pentágono. Pero luego se murió y dijeron que era un genio por su teoría de los universos paralelos.

La idea es preciosa: todo aquello que pueda pasar, de hecho ya está pasando... En cualquier otro universo paralelo.

¿Cómo no creer en ella?

Y el padre aparece aquí puteado, puteadísimo, encerrado en sí mismo, haciendo cuentas y anotaciones en sus papeles que nadie entiende, bebiendo y fumando más de la cuenta, gruñendo, cagándose en unos hijos a los que no sabe cómo educar, en su mujer, en su trabajo... El genio en zapatillas de andar por casa y en el peor de los universos posibles que le podían haber tocado. Una imagen potentísima.

Porque seguro que hay otro universo en el que todos le quieren y se lo creen, y en el que sus hijos no se drogan, y son simpáticos, y cariñosísimos, y a él hasta le han dado el premio Nobel.)

1 comentario:

a.c.a. dijo...

sí es un poco indie y un poco friki, pero muy imaginativo este chico, me recuerda mucho a esos videos que rebosaban imaginación de los años 80, nuestra tierna juventud, en concreto al colega que cantaba la estupendísima "hyperactive", mítico, era Thomas Dolby?