domingo, 29 de noviembre de 2009

Crónica a toda prisa de algunas lecturas del fin de semana (Joan Margarit, Pere Ginferrer, Esther García Llovet, etc)

Leo a Joan Margarit y uno de sus poemas, Versos para Billie, me lleva a escuchar esta canción:



Sí, lo sé, me he hecho mayor de golpe, más mayor todavía, quiero decir: ya sólo pongo vídeos de chalados que tocan el piano o negras de vida turbulenta que cantan como Dios.

Pero es que ambos, Glenn Gould y Billie Holiday, son los únicos que consiguen emocionarme en estos momentos.

No voy a cortar y pegar el poema de Margarit, aunque es estupendo.

Quizá otro día.

Sí voy a copiar el arranque de Canción para Billie Holiday, de Pere Gimferrer:
Y la muerte
nadie la oía
pero hablaba muy cerca del micrófono

Con careta antigás daba un beso a los niños
Y también el final de ese mismo poema:
No nos dan mermelada ni pastel de cereza
ni el amor ni la muerte extraña fruta que deja un sabor ácido
Leo en diez minutos, no me duran más, los suplementos culturales de un par de periódicos.

Una frase se me atraganta: vacía y tópica, vale, pero pesada, pesadísima, intolerable, porque la reproducen muy grande, como si tuviera algún valor, y porque se refiere a Rafael Sánchez Ferlosio.

Ni aunque quisiera podría repetirla aquí.

El sábado mientras ceno, o mientras intento cenar, un tal Zindo escribe un comentario en la entrada sobre Me acuerdo, de Joe Brainard.

Entro a ver uno de sus blog, cuaderno de notas.

Es moderno, muy, muy moderno.

Pero tiene una entrada preciosa sobre el silencio.

Y esta otra, se llama soplar, corto y pego.

en un comentario etimológico probablemente falso pero del todo afortunado, pascal quignard sugiere que las palabras latinas flare -soplar así como se sopla una flauta- inflare, fellare, tienen su origen en la griega phalos, y todas, de alguna manera u otra, suponen infundir energía, cargar la realidad, el ejercicio de otorgarle a la realidad una forma aumentada

Me deja tan impresionado que hasta me obliga a lanzarme a las calles.

A eso, a "otorgarle a la realidad una forma aumentada".

O a que ella (la realidad) me la otorgue a mí.

O a celebrar un cumpleaños en el que no se soplan velas pero sí se soplan gin tonics.

(Y como siempre, lo más importante es lo que se calla: la verdadera, la gran lectura del fin de semana, ha sido una novela llamada Las crudas y escrita por Esther García Llovet. Muy buena. Se merece toda una entrada. Puede que la siguiente.)

jueves, 26 de noviembre de 2009

Vendrán más años malos y nos darán más premios (elogio de la antipatía a cargo de Rafael Sánchez Ferlosio)


Los premios literarios cada vez me recuerdan más a los certámenes de misses.

O de misters.

Casi nunca entiendo los criterios por los que se rige el jurado.

Ni siquiera sé si deberían seguir existiendo.

Pero de repente, le dan el Nacional de las Letras a Rafael Sánchez Ferlosio y entonces dices sí, cuánto me alegro, ojalá disfrute mucho los 40.000 euros, y no se le atragante la cena en la ceremonia de entrega (si es que hay cena y ceremonia).

Y amén.

A mí, de Ferlosio, me gusta todo, o casi todo, o bueno, muchas cosas.

Y especialmente, lo que no me gusta.

Por ejemplo, me jodió la infancia con sus Industrias y andanzas de Alfanhuí, esa novela que nunca conseguías leer entera.

Siempre, año tras año, el libro de Lengua estaba lleno de fragmentos rarísimos e imposibles de ese tal Alfanhuí.

Había, además, que leerlos en voz alta, o analizarlos sintácticamente, o lo que fuera.

Yo odiaba a Alfanhuí, y le odiaban todos mis colegas, y hasta juramos que si un día nos encontrábamos por la calle a un niño con los ojos amarillos como él le íbamos a romper el alma a patadas.

Pero luego, ya en la adolescencia, leí el Alfanhuí de verdad todo seguido y aquello no estaba mal.

Me gustó también El Jarama (a mí, sí) y me gustó más todavía que Ferlosio renegara de ella, su gran novela, la que todos reverenciaban e intentaban imitar, y que se pasara no sé cuántos años sin escribir narrativa, puesto de anfetaminas y dilucidando extrañas cuestiones gramaticales que no le importaban a nadie.

O lo de su hermano Chicho, el cantautor que en este vídeo da una auténtica lección a los chavales. No sé si de Educación para la Ciudadanía. Pero sí de educación para la vida. Atentos al cometario final de uno de los niños.

Hasta tiene hace gracia lo de su padre, el falangista que escribió parte del Cara al sol.

Pero a mí, de Ferlosio, lo que de verdad me gusta es su antipatía, que sea tan hosco, tan gruñón.

No lo digo por la pose (la suya, si es que es pose).

Lo digo porque me parece un buen lugar en el que instalarse si es que se quiere pensar. O sea, plantearte cómo funciona el mundo, las cosas que ocurren, quién manda, quién se beneficia y las tonterías (o no) que se dicen. Está bien no sonreír, tocar un poco los huevos y desmontar unos cuanto tópicos sobre, por ejemplo, la tolerancia, el poder, España, la democracia, el derecho a la intimidad, el deporte y hasta al mismísimo Dios.

En eso consistía Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, para mí, uno de sus mejores libros. O el mejor.

Eran cositas muy cortas, aforismo, reflexiones...

Yo vuelvo a él con frecuencia, sobre todo cuando veo que me estoy ablandando y que ya no gruño con tantas ganas como antes.

Corto y pego un fragmento. Y hasta por una vez utilizo las negritas. A disfrutarlo y a resistir:
No hay nada que pueda impresionarme tan desfavorablemente como el que alguien trate de impresionarme favorablemente. Los simpáticos me caen siempre antipáticos; los antipáticos me resultan, ciertamente, incómodos en tanto dura la conversación, pero cuando ésta se acaba se han ganado mi aprecio y simpatía. Ese viajero que dice "Buenas noches", al entrar en el compartimento del vagón; que apenas alza los ojos, sin interés alguno, a la comparecencia de viajeros nuevos, que no vuelve a despegar los labios hasta llegar a su estación, para decir: "Que tengan ustedes buen viaje", suscita en mí la convicción –probablemente tan arbitraria como injusta– de que en un choque o descarrilamiento se portaría del modo más heróico y más socorredor, mientras que el dicharachero, que no ha parado en todo el viaje de hablar y de reír, de entablar relación con todo cristo, y no digamos si –¡horror!– hasta contando chistes por añadidura, me impone, en cambio, la más absoluta certidumbre de que no podría dar, en igual trance, sino el más bochornoso espectáculo de histeria y cobardía. La simpatía es un arcaísmo de quienes creen, quieren creer o necesitan fingir que hay todavía un medio, un ámbito de vida pública, en el que los hombres pueden allegarse en algún grado, de manera directa y espontánea, los unos a los otros. La antipatía es resistencia y repugnancia a simular y escenificar –abyectamente– un mundo que no existe.

martes, 24 de noviembre de 2009

Algo de cómics (sobre 'George Sprott 1894 - 1975', de Seth y otras lecturas recientes)


Hace tiempo que no hablo aquí de cómics.

Y eso que he leído algunos buenos.

Me divirtió El apartamento, de Kang Full, editado por Planeta DeAgostini. Era un manhwa. El manga coreano se llama manhwa y, según cuentan, no tiene nada que ver con el japonés. Los dibujos de éste eran muy naifs, casi infantiles, pero encajaban de puta madre con el guión, muy eficaz, eficacísimo, como de peli oriental (y buena) de terror.

¿Tramposo? No sé, me quedé a medias: es una serie de cuatro álbumes o libros o como se llamen, y de momento, sólo ha salido el primero.

Y disfruté mucho con De mano en mano, de Ana Miralles y Emilio Ruiz, editado por Edicions de Ponent.

La idea de partida quizá no fuera muy rompedora: seguir la trayectoria de un billete de 20 euros, desde que sale del banco hasta su final, o uno de sus finales posibles.

Lo bueno es lo que Ana Miralles y Emilio Ruiz hacían con eso: no daban respiro al lector, le mareaban (en el mejor de los sentidos) y le sorprendían continuamente. Lo llenaban todo de vida y de esos dibujos, quizá algo antiguos para lo que se lleva ahora, pero con unos colores y algunas escenas potentísimas.

También molaba por lo que tenía de retrato lúmpen de la ciudad: con sus putas, sus chabolas, sus trileros, etcétera.

Y hasta de fábula sobre la existencia humana. Eso era bonito: el final, con una pareja desnuda en la cama. Ella, una mujer valiente y estupenda. Como son algunas mujeres. Él, un tipo débil y angustiado. Como son casi todos los hombres. Y el billete, en medio, como símbolo no ya de la mercantilización de nuestras vidas o de lo putas que somos todos, sino de esa sucesión de imprevistos, azares, desgracias y micropelotazos en la que al final nos acabamos convirtiendo.

El último cómic que he leído juega en una liga aparte, la liga de los grandes.

Se llama George Sprott 1894 - 1975 y el responsable de todo es un tal Seth, canadiense, de 1962 y reconocidísimo tanto por sus obras anteriores, que no he leído, como por sus trabajos para el Washington Post o el New Yorker.

A mí los cómics tan, tan buenos me asustan.

Casi siempre me acaban decepcionando: o son muy pretenciosos o les falta algo.

Pero éste no.

Éste es perfecto.

Uno de los cómics más perfectos que he visto y leído en mi vida.

Aunque no necesariamente el que más me ha gustado.

A veces, las obras que más te marcan, las que consiguen partir tu vida en dos, son las más modestas y hasta las fallidas.

Volviendo a George Sprott 1894 - 1975, sí que se merece el calificativo de novela gráfica.

Es una historia con un trasfondo de eso, de novela, una de esas grandes novelas yanquis (aunque aquí todo sea canadiense), muy ambiciosa, con afán de totalidad. Y, al mismo tiempo, con un universo propio y extraño, incluso con un punto muy friqui y cerrado sobre sí mismo.

Cuenta la muerte y, sobre todo, la vida de ese tal Geoge Sprott, estrella de una televisión local durante más de 20 años gracias a un programa llamado Hitos boreales, en el que hablaba de las expediciones y la vida en los polos.

Llegó a ser el más visto de su tiempo. Luego vino la decadencia y cinco años después de su muerte, la cadena destruyó todas sus grabaciones. Hoy sólo los más viejos se acuerdan de él.

George Sprott 1894 - 1975 es el retrato de un mundo que ya ni siquiera existe y de una persona que casi parece real, con sus éxitos, sus aciertos y sus miserias. Alguien que tuvo suerte en la vida, al que las mujeres quisieron y que hasta se convirtió en una leyenda local.

Pero también acabó cayendo en el olvido, víctima de ese fracaso tan íntimo, o tan a la vista de todos, que supone envejecer y el paso del tiempo.

Seth transmite todo eso, sin cargar las tintas, sin forzar lo que no necesita ser forzado, con una inmensa melancolía.

Y la soledad de un esquimal perdido en mitad de una tormenta de la que ni siquiera sabe si saldrá vivo.

Visualmente es magistral y lo cuenta de puta madre: estructurando la historia a partir de capítulos muy breves, en los que mezcla recuerdos del propio protagonista con entrevistas a quienes le conocieron, anécdotas sobre los lugares en los que transcurrió su vida y mil cosas más.

Y al final, como tantas otras veces, sólo te queda el asombro ante el hecho de que puedan existir libros así y que alguien sea capaz de levantar todo un mundo en tan pocas páginas. Y la tristeza, claro, de haber visto tu propio destino y el de todas aquellas personas a las que quieres.

O sea, que mejor no lo leáis.

Iros por ahí, de copas o a jugar a las chapas o a cuidar vuestras granjas en Facebook.

O seguir viendo vídeos de Glenn Gould.

Yo últimamente no paro de buscar en YouTube momentos tan maravillosos y perfectos, sí, también perfectos, como éste:

domingo, 22 de noviembre de 2009

George Bataille y Glenn Gould contra Benedicto No Sé Cuántos


Termino el fin de semana bebiendo un zumito y leyendo a Bataille (el señor de la foto).

Quizá porque aún recuerdo lo que dijo el otro día Benedicto Ratzinger.

Quizá por motivos que no vienen al caso.

Quizá porque ahora todos se han vuelto posposmodernos y citan mucho a Deleuze y Derrida, pero nadie se acuerda de Bataille.

Deleuze, Derrida y Bataille, tres charlatanes, no hay que creérselos, pero a Bataille por lo menos se le entiende (a ratos), y es divertido, y muy, muy guarro.

Hasta la Wikipedia cuenta que iba para cura, pero cambió la Iglesia por los burdeles.

También cuentan que una vez quiso decapitar a un tío para inaugurar una sociedad de secreta.

Lo dicho: no hay que creérselo, pero tiene gracia: un cruce de Sade con Nietzsche, un bibliotecario jugando a místico y a degenerado.

Corto y pego de El Aleluya y otros textos, editado por Alianza y traducido por Fernando Savater. Sí, Savater:
Sólo la cobardía y el agotamiento mantienen aparte.
Inclinada sobre el vacío, lo que, en su profundidad, adivinas es el horror.
De todos lados se acercan cuerpos desgarrados; enfermos contigo del mismo horror, están enfermos de la misma atracción.
Y hablando de cuerpos desgarrados, veo y escucho a Glenn Gould.

Pero de eso sí que no tiene la culpa Benedicto.

La culpa es sólo de Don Zana y de una serie de comentarios que escribió hace ya tiempo aquí.

Esto hoy ha sido muy corto, pero el vídeo es largo y yo no tengo fuerzas para más.

jueves, 19 de noviembre de 2009

El noble arte de descuajeringar libros (más sobre el libro electrónico)


Ayer me desperté con una noticia sorprendente: el 8% de la producción editorial española es libro digital, cito textualmente el titular de El País.

Luego me enteré que la cifra la había dado la ministra de Cultura y ya me quedé más tranquilo: no había que creérsela.

O sea, no había que molestarse en buscar ese 8% de libros porque seguramente no serían libros, sino publicaciones e incluirían el BOE, o artículos científicos, o cualquier otro truco para que la ministra y eso que llaman industria editorial, puedan darse un poco de bombo y creer que son muy, muy modernos y quedarse tranquilísimos mientras su mundo ha empezado ya a venirse abajo.

Por la tarde, y también en El País, leí por fin algo inteligente y real sobre la situación del libro electrónico en España.

El que hablaba era Juan González de la Cámara, fabricante de los lectores de libros electrónicos Papyre. Corto y pego:
Cuando empecé en el negocio fui con mi invento a diferentes grandes compañías. Ninguna se interesó. Sin embargo, sí lo hicieron y lo venden muy bien en las secciones de electrónica. Esto indica que el mercado va más rápido que el sector, pero también que se abre una puerta a la piratería.
Y más adelante en el mismo artículo:
Estamos cometiendo los mismos errores que la industria musical. La gente ya tiene el hábito de no pagar. Ganaremos los juicios pero no al usuario.
En ZonaEbook.com, para mí, una de las referencias indiscutibles en cuanto a libros electrónicos en España, con foros, análisis de aparatejos y, al menos, una noticia diaria relacionada con el tema, encontré este dato en su primera crónica de la Feria del Libro Digital de Madrid:
España es el país donde hay más piratería después de China, lo que le ha costado que le saquen los colores al Presidente Zapatero en varias ocasiones en sus viajes al extranjero, por lo visto una de las veces fue en la entrevista con el Presidente Obama de EE.UU.
Seguí el periplo porque tenía un huevo de trabajillos de mierda que acabar y ningunas ganas de enfrentarme a ellos.

Salté a lectoreselectrónicos.com, parecida a la anterior web: no tienen tantas noticias, pero sí un maravilloso foro para descargarte libros en formato electrónico.

Allí encontré esta historia que define muy bien la realidad del libro electrónico en España: lo inteligentes, encantadores y generosos que son sus lectores.

Y lo mal que lo están haciendo editores, distribuidores y demás.

Alguien en el foro, le llamaremos 1, pide Las benévolas, de Jonathan Little, una novela de unas 1.000 páginas que en 2006 ganó el Goncourt.

Otro lector, le llamaremos 2, se suma a la petición pero introduce un matiz muy interesante: él ya tiene el libro en papel y "pasa de cogerlo porque se desloma".

Aparecen dos lectores más, 3 y 4, que también tienen el libro en papel pero quieren leerlo con su Kindle, Sony Reader, Papyre o lo que sea.

El quinto lector, 5, hace una oferta: le regala el libro en papel a quien tenga tiempo y ganas de escanearse las 1.000 páginas.

Otro, 6, acepta el reto: dice que tiene un aparato que se ventila las 1.000 páginas en un cuarto de hora. Él sólo tiene que desencuadernarlo, cortar y meter la hojas en el alimentador automático del escáner.

5 compra el libro, se va a correos y se lo manda a 6.

6 también cumple su palabra, lo escanea y lo cuelga en cuatro formatos distintos: pdf, doc, lrf y fb2.

Todos dan las gracias y todos se quieren.

¿Todos?

No, uno expresa cierta inquietud: ¿de verdad has tenido que cargarte el libro?, ¿lo has roto del todo?

6 responde:
Si eres usuario de lectores electronicos, deberías haber hecho ya el cambio y entender que lo que importa es el contenido, no el continente. Diabolic

Lo que he hecho es facilitar la lectura de un texto contenido en una encuadernación en papel para que pueda disfrutarlo el propietario del libro en papel (que no leia por no ser manejable) al digitalizarlo. A la vez lo disfrutará mas gente.

Una vez extraida el "alma" del libro lo que queda ya es papel para reciclaje. ¿donde esta lo drástico? Nu am inteles

Darko, aún te queda algo de fetichismo por los libros en papel, haztelo mirar.
Impecable.

Y además, cuelga una foto preciosa como prueba: Las benévolas descuajeringadas y su nueva versión en un Sony PRS-505.

Todos vuelven a quererse, se dan unas palmaditas en la espalda y se ponen corriendo a leer el libro. O, al menos, lo intentan, porque yo no conseguí pasar de la cuarta página.

(La conversación completa del foro y la foto aquí)

Moraleja: ¿no hubiera sido más fácil que 1, y quizá 2 o 5, se compraran el libro en formato electrónico y se ahorraran todo lo demás?

Sí, pero es que eso es imposible: los editores y los ministros hablan y hablan, se asocian, organizan congresos.

Hacen incluso eso tan peligroso y que sólo pone en evidencia su impotencia: buscan un modelo de negocio.

Pero no terminan de arrancar.

Y mientras, la vida sigue y se los lleva a todos por delante.

Como las discográficas.

Ayer incluso veía una web curiosísima: en la portada tenía la lista de los diez libros más vendidos por El Corte Inglés (Saramago, Dan Brown, Larsson, Mankell...) y un enlace para descargártelos. Sólo le faltaban dos: el Planeta, que acaba de salir, y otro, que también debe ser nuevo.

En un par de días estarán los diez.

Por supuesto, no intentes comprarlos de forma legal porque es imposible.

El Corte Inglés, en cambio, ya vende su propio lector de libros electrónicos.

Y a mí, me pasa lo mismo siempre que hablo de estos temas, no sé si me gusta o no: aún creo en la labor de algunas editoriales y de casi todos los libreros.

¿Y los escritores?

Pobres: se llevan sólo un 10% del precio del libro. Si la obra pasa al formato de bolsillo, única forma de que sobreviva al cabo de unos meses, el margen se reduce a un 5%. De todo eso, su agente se queda el 10%.

Y si no tienen agente, ya pueden darse por jodidos: lo más probable es que la editorial les engañe aún más con la cifra de venta cuando hagan la liquidación.

Al final, creo que los escritores que logran vivir de sus libros no llegan al 4%.

Quizá a ellos sí que les venga bien el cambio en el modelo de negocio.

Suponiendo que aún exista algo así como un modelo de negocio.

(Algunos, en los comentarios y vía mail, han preguntado por Jaime San Román y la foto que colgué ayer suya. A mí, Jaime me mola: es muy cabrón, sabe mirar, nunca te deja frío. En su flickr puedes ver más: www.flickr.com/photos/jsanro)

martes, 17 de noviembre de 2009

Abriendo nuevas vías en el difícil mercado de la autoayuda (con un haiku de Takahama Kyoshi)


Otro trabajillo de mierda.

Mientras voy a hacer la entrevista (sí, es una entrevista) me vienen a la cabeza los psiquiatras de los que tanto se ha hablando estas últimas semanas: el niñato que sacó a la mala bestia que llevaba dentro porque una mujer le dijo "así no" y el militar experto en estrés postraumático que se llevó por delante a 13 personas cuando le tocó ir al frente.

Mi entrevistado de hoy también es psiquiatra.

Lo que pasa es que lleva años sin ejercer: ahora escribe y da conferencias.

Se ha convertido en un gurú de la autoayuda, vende libros como churros y es además argentino.

Mola entrevistar a la gente que escribe best sellers.

Te lo dan todo hecho, son muy listos, unos profesionales, no van de artistas ni plantean exigencias absurdas, tienen recursos de sobra y responden hasta cuando les preguntas por las acusaciones de plagio que pesan sobre ellos.

No pierden la sonrisa.

Yo tampoco.

Aunque no me los crea.

Aunque no me gusten.

Aunque no los vaya a leer en mi vida.

Éste, en concreto, el psiquiatra, fue tan encantador que, en un momento dado, me dieron ganas de abrazarle y llorar durante 20 o 30 años seguidos en su regazo.

Pero no, en lugar de eso me salió una pregunta.

Fue algo así como: Usted escribe cuentos para curar, o para ayudar a las personas, o lo que sea, pero ¿se podrían utilizar los cuentos justo para lo contrario? Quiero decir, ¿se le ocurre algún cuento para provocar el apocalipsis o para matar a tu jefe o para volver loca a tu mujer?, ¿quizá algún chiste infalible que dejé mudos para siempre a todos los miembros de tu familia en la cena de Navidad?

Y él, muy sorprendido, volvió a mirarme fijamente y en un arrebato de sinceridad respondió: ché, no le des tanta importancia, son sólo cuentecillos de mierda que a algunos les sirven...

Aunque luego se puso muy serio. Volvió a quedarse en silencio. Dejó pasar unos segundos y dijo entre dientes: podría estar bien, quizá funcione, lo pensaré, sería un nuevo modelo de negocio... Pero tú, ni una palabra, cabrón, ni se te ocurra acusarme de haberte robado la idea o te rompo el cuello aquí mismo.

Ya de vuelta a casa, pasé por Hiperión.

Me fijé en un libro del escaparate: Instantes. Nueva antología del haiku japonés. Traducido por José María Bermejo y editado por ellos, por Hiperión.

Tuve que comprarlo.

Pongámonos místicos: leer haikus es como comer pipas, pero eso lo explico otro día.

Hoy sólo corto y pego uno. Es de Takahama Kyoshi:
¿cómo llamar
hoy a nadie enemigo?
luna de otoño
(Puede que la entrevista fuera real y puede que también la pregunta friqui por mi parte, pero la respuesta del gurú poco tiene que ver con lo que he escrito aquí. Ni siquiera recuerdo lo que dijo. Tampoco creo que lo del cuento capaz de acabar con el mundo sea una idea demasiado original. Seguro es de Borges y que él hasta llegó a escribirlo. Es más, sigamos delirando, lo tiene María Kodama y ahora negocia con la CIA y Al Qaeda para ver quién le paga mejor.)

(La foto de hoy, tan real, tan áspera, tan extraña y al mismo tiempo perfecta es de Jaime San Román)

domingo, 15 de noviembre de 2009

Una bomba en tu bolsillo (sobre 'El caballo amarillo. Diario de un terrorista ruso', de Boris Savinkov)


Gracias, antes de nada, a quienes han llamado o escrito preocupándose por el tiroteo que hubo el sábado por la mañana en el garito chungo de debajo de casa.

Siento decepcionaros, pero no tuve nada que ver.

Ni disparé ni recibí ninguna bala.

Tampoco me enteré hasta mucho más tarde.

A esas horas, y como de costumbre, estaba durmiendo.

Y una vez aclarado este punto, sigamos hablando de tiros, de bombas y de mala gente.

Hablemos de Boris Savinkov y de su novela El caballo amarillo. Diario de un terrorista ruso, editada por Impedimenta y traducida por James y Marian Womack.

Savinkov fue un revolucionario ruso que participó en varios atentados importantes: en 1904 mató al Ministro del Interior y en 1905, al Gran Duque Sergei Alexandrovic, tío y cuñado del Zar, y gobernador general de Moscú.

Luego le detuvieron y le condenaron a muerte, pero consiguió escapar y refugiarse en París.

Allí se codeó con Picasso, Modigliani y Apollinaire quien, según dice James Womack en su magnífico prólogo, le llamaba "nuestro amigo el asesino".

También escribió este libro en el que cuenta una historia que bien podría ser la suya: un terrorista vuelve a Moscú, con un pasaporte falso, tres kilos de dinamita y un plan: acabar con el gobernador general.

Sí, con el gobernador general, como Savinkov.

Quizá eso sea lo primero que sorprende de El caballo amarillo: ni es el relato de un arrepentido ni es una apología del terrorismo.

Savinkov, y su protagonista, no se justifican ni piden perdón. Tratan de comprenderse a sí mismos, o tratan de convencernos a nosotros. O no, qué coño, en realidad, tratan de mentirse a sí mismos, y tratan de mentirnos a nosotros.

O sea, hacen literatura de verdad, construyen un gran relato lleno de sombras y de matices, de intereses nunca del todo claros, de grandes dilemas morales y existenciales, y con una galería de personajes tan desquiciados y tan desesperados que sólo un ruso podía haber escrito.

Está el narrador: nihilista feroz, negador de todo, que cita Verlaine, a Nietzsche y el Apocalipsis, y al que sólo le importa matar a sus enemigos y someter a la mujer casada de la que se ha enamorado. Todo un romántico.

Está el que mata por venganza, el que de verdad cree en la revolución, el místico que busca a Dios en cada atentado, o la que sólo quiere inmolarse junto al hombre que ama...

Y todos ellos, tan extremos, inevitablemente acaban produciendo cierta nostalgia en el lector, nostalgia de aquellos tiempos en los que los hombres y las mujeres, o algunos hombres y algunas mujeres, todavía eran capaces de plantearse cómo querían vivir y cómo querían que fuera el mundo, y luchaban por ello jugándose la vida a cada paso.

Nostalgia que, inmediatamente, se convierte en terror al comprender que esos hombres y esas mujeres siguen existiendo, y pueden hacer mucho daño, y nadie querría tenerlos cerca.

Esa tensión entre el romanticismo, o la fascinación, y el horror es la que Savinkov maneja tan bien. Porque no escamotea al lector ninguno de los dos aspectos y porque le permite conocer y comprender estos dos polos que definen el terrorismo.

Hay aún otra cosa que decir sobre El caballo amarillo: tiene todo el encanto de los clásicos de segunda fila, o de serie B, con momentos deslumbrantes y otros de una gran ingenuidad.

Como si a Dostoievski, el gran modelo de Savinkov, le hubiera salido un hijo mucho menos listo que él y algo canalla, alguien que va a enseñarnos todos sus trucos y a dejarle con las vergüenzas al aíre.

Y hay aún otra cosa que contar sobre Savinkov, a pesar del final de El caballo amarillo (no, no voy a reventarlo), él volvió a Rusia en 1917, en plena revolución. Le nombraron Ministro de la Guerra, pero no tardó en cambiar de bando y luchar contra los bolcheviques. Su vida aún dio unos cuantos giros hasta que en 1925 murió en una cárcel rusa. Unos creen que se suicidó y otros, que le asesinaron.

Él, en su último juicio, se definió como "el que siempre jugó a ambos lados de la barrera". Lenin, para poner en evidencia su falta de compromiso político y su talante más de aventurero que de otra cosa le llamaba "ese burgués con una bomba en el bolsillo".

(Todos los datos biográficos de Savinkov son del prólogo, ya citado y elogiado, de James Womack)

jueves, 12 de noviembre de 2009

Alguien debería actualizar los bestiarios del medievo y regalarlos en los bares (notas también sobre un nuevo blog y una serie tronchante)



Imagina un libro que se hubiera inventado con un propósito tan noble como que la gente tuviera algo de lo que hablar mientras se mama en los bares.

Imagina que encima ese libro llevara el nombre de una marca de cerveza.

Molaría.

Lo bueno es que ese libro existe.

Lo malo es en lo que ese libro se ha convertido.

Por partes.

La historia empieza en 1951: un directivo de Guinness, Sir Hugh Beaver, sale de caza. Al terminar, se va de cañas, o de pintas, como corresponde, y surge una de esas discusiones absurdas, tan típicas de los bares e imposibles de resolver: ¿cuál es el pájaro de caza más rápido de Europa, el chorlito dorado o el urogallo?

Entonces a Beaver se le ocurre una gran idea: en todos los bares debería haber un libro que resolviera ese tipo de dudas y al que los clientes pudieran recurrir en busca de alguna curiosidad o alguna gilipollez que comentar con los colegas.

Lo llamaron El libro Guinness de los récords y la primera edición (leo en wikipedia) la regalaron, en los bares, por supuesto. La segunda ya se puso a la venta y se convirtió en un pelotazo.

Hoy en día, El libro Guinness no tiene nada que ver con la marca de la cerveza y dice de sí mismo que es la obra con copyright más vendida del mundo.

Lo malo, decía, es en lo que se ha convertido: un libro destinado al público infantil o juvenil, lleno de fotos, con algunas imágenes en 3-D y sobre todo, inofensivo, con récords muy bobos, políticamente correctos, sin demasiado interés.

O sea, el último libro que alguien hojearía borracho en un bar.

Hoy miraba la edición de 2008. El capítulo que más me ha interesado ha sido el dedicado a las enfermedades.

Había cosas curiosas, como la mayor invasión de anisakis registrada nunca en una persona. Hablaban de una japonesa a la que le habían sacado del estómago 56 gusanos después de comerse un sashimi variado.

En la edición de 2009 ya ni siquiera hay un capítulo dedicado a las enfermedades. Lo llaman salud y dan cuatro datos muy generales.

Es una pena.

El libro Guinness debería ser una especie de bestiario medieval de nuestros días.

O como un circo, tipo el de P. T. Barnun, o el de La parada de los monstruos.

Algo muy morboso, muy extraño, un catálogo de milagros y de prodigios, aunque fueran todos falsos.

Quizá Mahou podría financiar el proyecto.

Si hablo de todo esto es porque hoy se celebraba el Día Internacional de los Récords Guinness.

Esta mañana tenía un mail de la editorial en España (Planeta) recordándomelo.

Había otro mail mucho más interesante.

Era de otro editor, Enrique Redel, de Impedimenta, responsable del éxito de Botcham y de la recuperación en España de su autor, Natsume Soseki.

Responsable también de El caballo amarillo, de Boris Savinkov, justo el libro que estoy leyendo ahora y sobre el que pronto escribiré algo.

Redel contaba que acaba de inaugurar un blog, Un lento aprendiz, y hoy lo dedicaba a una serie de televisión inglesa, Black books, protagonizada por un librero gruñón y borracho que trata a sus clientes a patadas y que se niega a vender sus libros.

Lee a Redel, él te lo cuenta mucho mejor que yo.

Un blog, con entradas así, merece la pena.

Y no dejes de ver Black books: es tronchante, divertidísima, hacía tiempo que no me reía tanto.

A mí me ha alegrado el día.

martes, 10 de noviembre de 2009

Sobre 'La fiesta del oso', de Jordi Soler (lo siento, hoy no se me ocurre ningún título)


No todas las novelas sobre la Guerra Civil y sus consecuencias son un coñazo.

Quiero decir que no todas son previsibles, ñoñas y maniqueas.

También las hay buenas.

Muy buenas, incluso.

Estupendas.

Es lo que pasa con Jordi Soler.

Jordi Soler es un catalán que nació en Méjico, en plena selva, descendiente de exiliados republicanos, y sus últimos libros los ha dedicado a contar su historia y la de su familia.

Empezó con Los rojos de ultramar, en el que narraba la huida de España de su abuelo al terminar la guerra y su estancia en los campos de concentración franceses.

Frente a tantos tópicos y tanta tontería bienintencionada, Soler era capaz de hacer auténtica literatura.

Y mucho más que eso: era capaz de hablar de la Guerra Civil y el exilio como si nadie hubiera hablado antes del tema.

Como un fogonazo.

O como si por fin descubrieras lo que en realidad había pasado.

O una parte de lo que pasó.

Soler tampoco pretende pontificar.

Sí, en todo caso, luchar contra el olvido y reivindicar una memoria que está muy lejos de ser histórica, porque es aún presente y lo seguirá siendo durante décadas. Algo que Soler llama "ese drama que aún nos distingue".

Luego vino La última hora del último día, una de las mejores novelas que se han escrito en España en los últimos años.

Soler volvía a la selva mejicana donde se crió, a la plantación de café que montó su abuelo junto a otros exiliados catalanes.

Jamás se ha escrito nada semejante sobre el exilio.

Soler creaba un territorio fantasmagórico, en el que un grupo de viejos seguía izando todas las mañanas la señera y hablando en catalán, organizaban un complot para matar a Franco, eran puteados por las autoridades mejicanas, adoptaban a un elefante que se había escapado del circo o vivían esa contradicción que supone ser muy, muy rojo y al mismo tiempo, practicar una suerte de neocolonialismo.

Había algo muy poderoso en ese libro, muy turbio, casi atávico.

Lo dije en otra entrada: era Conrad, era Faulkner y era Céline.

Era también Juan Rulfo.

Y un viaje aterrador a la infancia y a sus peores pesadillas.

Si no has leído La última hora del último día, estás perdiendo el tiempo.

Corre a comprarlo, o a robarlo, o a hacerte como sea con él.

Ahora llega La fiesta del oso.

Lo ha publicado Mondadori.

Aquí retoma la historia de su tío abuelo Oriol.

Cuando los demás huyeron a Francia en el 39, Oriol estaba herido y tuvo que quedarse en un hospital del Pirineo.

A partir de ahí, se pierde su rastro.

La versión que Soler había dado en sus anteriores obras es que Oriol murió sin cruzar la frontera, aunque durante años su familia creyó que iba a aparecer de un momento a otro en Méjico convertido en un gran pianista.

Mucho después, en 2007, al acabar una conferencia en el sur de Francia, una mujer se le acerca a Soler y le entrega una foto y una carta.

A partir de ahí, el autor empieza a investigar y a reconstruir la historia de su tío.

Mejor no contar más: sólo que la vida de Oriol va a resultar mucho más incómoda para su familia de lo que todos habían imaginado.

La primera parte de La fiesta del oso es impresionante.

Soler vuelve a arrastrarte, como si te hipnotizara, a un territorio que no has visitado nunca: el de un grupo de soldados moribundos, tullidos y desesperados que intentan huir de la gangrena y del frío, del miedo y de las represalias de los vencedores.

Soler vuelve a mostrarse inmenso.

Nadie escribe como él.

Un pequeño pueblo de los Pirineos de hoy en día, una mujer horrible, un gigante que se dedica a salvar vidas en las montañas... Soler habla de la guerra y de lo que pasó después, pero hay algo mágico en todo ello, casi mitológico, con ese componente atávico del que hablábamos antes: su capacidad para llegar abajo, muy abajo, a sitios tan profundos y tan oscuros, que nadie, o casi nadie, consigue llegar.

La segunda parte es más floja.

Quizá porque se le va la mano con ese componente mágico, como si intentara convertirlo en una especie de cuento de hadas, o cuento macabro, pero no termina de funcionar.

O porque, a ratos, no resulta creíble.

No sé, ni me importa, qué hay de cierto en esta historia. Puede que todo, todo, todo sea como Soler lo cuenta, pero es que la verosimilitud no tiene nada que ver con la verdad. Es sólo un engaño, una apariencia.

Aún así, cuando Soler falla, le pasa lo que a todos los grandes: falla con muchísima clase, como un campeón, y la mayoría sigue sin ser capaz ni de rozar con la coronilla la suela de sus zapatos.

Y yo exagero, como siempre, con esta última frase, pero no con todos los elogios a Soler y La fiesta del oso.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Nostalgia del Muro e invitación a construir uno urgentemente en Madrid (con un fragmento de Christopher Isherwood y una canción de David Bowie)


Hablan y hablan de Berlín.

Cuentan cómo cayó el Muro hace 20 años.

Pero nadie dice lo que pasó después.

¿Se unificaron y todos fueron felices?

Y una mierda.

La historia de verdad la escribió un señor que se llamaba Christopher Isherwood en el mejor libro que se ha hecho jamás sobre esa ciudad tan extraña y tan trágica, una ciudad que sólo sirve para organizar matanzas o las fiesta más bestias.

Y mejor si son las dos cosas a la vez.

La novela de Isherwood es Adiós a Berlín, de 1939, cuando la II Guerra Mundial acababa de empezar. La traducción, por cierto, es de Jaime Gil de Biedma, en un vieja edición de Seix Barral:
Pero el verdadero corazón de Berlín está en un bosquecillo negro y húmedo –el Tiergarten–. En estos meses del año el frío expulsa de sus diminutos y desamparados pueblos a los mozos campesinos y los empuja hacia la ciudad, en busca de comida y trabajo. Y la ciudad, que invitadoramente centellea al fondo de la noche, sobre la llanura, es fría y cruel y está muerta. Su llamada es una ilusión, un espejismo en el desierto invernizo. No acoge a estos mozos. No tiene nada que darles. El frío les hace huir de sus calles y refugiarse en el bosquecillo, que es su corazón cruel. Allí se acurrucan sobre los bancos, a helarse y morir de hambre, mientras sueñan con la lumbre lejana de su casa en el pueblo.
Tampoco en 1989, una vez acabada la farra inicial, el Berlín victorioso tenía nada que ofrecer a los del otro lado, los perdedores.

Sólo el asco, el miedo y el desprecio.

Esos tres sentimientos que marcan siempre nuestra relación, la de los ricos, con los pobres.

Y mucho peor si el pobre es un pariente que viene a abrazarnos y de paso, ver qué nos puede sacar.

Yo, cuando vivía en Berlín, echaba de menos el Muro.

Todos entonces, ricos y pobres, deseaban levantarlo otra vez.

Aunque nadie se atrevía a decirlo.

En Madrid también deberíamos construir un muro.

Pero no como los de Ceuta y Melilla, esos que llaman vallas, y que han levantado para que los negros se mueran, o los maten, del otro lado y sin molestar.

Yo quiero un muro en Madrid.

Ayudaría a separar los bandos, a saber que los malos están al otro lado y que a los traidores se les puede disparar.

También demostraría que aún queda algo qué defender.

O de lo que protegerse.

Y si no, siempre se podría organizar algún absurdo festival de la canción en el que todos, todos, todos, cantaran ese bonito tema que Bowie le dedicó al Muro:
I
I can remember
Standing
By the wall
And the guns
Shot above our heads
And we kissed
As though nothing could fall
And the shame
Was on the other side
Oh we can beat them
For ever and ever
Then we can be Heroes
Just for one day...
Si lo prefieres, hay una versión en alemán:

jueves, 5 de noviembre de 2009

Una postal escrita antes de salir de viaje (y un par de cosas de Brecht)



Iba a escribir una entrada muy larga y seguramente muy pesada sobre La fiesta del oso, la nueva novela de Jordi Soler.

En teoría sale mañana. La edita Mondarori.

Es cojonuda.

Jordi Soler es siempre cojonudo.

Uno de los mejores que hay ahora mismo en España.

Aunque quizá esta vez no tanto como en su anterior libro: La última hora del último día.

Pero es que tengo que marcharme.

Vuelvo a salir de viaje.

Quiero correr detrás de alguna tormenta y me han dicho que en Bilbao han preparado una sólo para mí: con olas de ocho metros y vientos de 100 kilómetros por hora.

Mola tener amigos.

Aún tengo que comprarles una botella de ginebra.

A mí es que, cuando me invitan a una casa, siempre llevo una botella de ginebra.

Cuanto más esnob, mejor.

O sea, que me voy.

Dejo una canción de Bertolt Brecht y Kurt Weill: Bilbao Song, de la obra Happy End.

Es una versión extraña: en francés.

Yo la prefiero en alemán.

Pero es que en YouTube no la tenían con gente moviéndose.

Y la señora Sauvage tiene su punto.

Os dejo también un poemita de Brecht, casi deberíamos convertirlo en el mantra de este blog.

O tatuárnoslo en el culo.

Se llama Lo que ninguno ponéis en el periódico:
Lo que ninguno en el periódico ponéis:
Lo buena que la vida es. Madre de Dios:
¡Qué bueno es mear con acompañamiento de piano,
Qué dichoso es joder en el cañaveral agitado por el viento!

martes, 3 de noviembre de 2009

Más sobre series de televisión (y algunos libros relacionados con 'The Wire', 'Los Soprano', 'Los Simpson', 'True Blood' y 'Flashforward')



Ayer vi cuatro episodios de The Wire.

Antes de ayer otros cuatro.

Intento recuperar el tiempo perdido.

De forma compulsiva, como debe ser.

Lo bueno es que no soy el único.

Está bien sentirse acompañado.

Y hasta convertirse en gente.

También ayer leí en La Información que Series Yonkis, el portal de referencia en cuanto a pirateo de series, ocupa el puesto número 15 en el ranking de los sitios más visitados de España.

Por delante, por ejemplo, de El País.

Además me llegó un mail de Rubén Hernández, de la editorial Errata Naturae.

Se declaraba fan de Los Soprano y me comentaba que iban a publicar un libro: Los Soprano Forever: Antimanual de una serie culto.

Saldrá el 12 de noviembre.

Corto y pego del mail:
"Nos parecía muy interesante debatir sobre muchos de los aspectos que aparecen retratados en la serie, de manera seria y lúcida, y también a veces un poco canalla. Por eso hemos pedido a críticos y pensadores de ambos lados del atlántico que les dedicasen un artículo, escogiendo uno de los temas que les apeteciese escudriñar."
Escriben, entre otros, Rodrigo Fresán, Fernando R. Lafuente, Iván de los Ríos y Noël Carrol.

Lo que a mí me parece la serie ya lo he dicho varias veces.

¿Y el libro?

Seguro que es estupendo. Estoy deseando leerlo.

Más info en su web.

Hay otro libro parecido que acaba de salir, pero dedicado a Los Simpson.

Se llama Los Simpson y la filosofía y lo ha editado Blackie Books.

En su día ya hicimos una refencia a él.

¿De qué va?

Una veintena de investigadores y profesores universitarios yanquis se ponen a pensar la serie y, de paso, nos dan unas cuantas lecciones de filosofía: qué valores representa cada personaje o qué filósofo encaja mejor con ellos o una lectura marxista de Sprienfield o las diferencias entre Husserl y Heidegger explicadas a partir del cabroncete de Bart.

Corto y pego, para que te hagas una idea, este texto en el que se presenta a Nietzsche también a partir de Bart, personaje que da muchísimo juego:
Bien, permitidme que os cuente de otro chico malo, el chico malo de la filosofía (¿Qué? ¿No creíais que existiesen chicos malos en la filosofía?). Se llamaba Friedrich Nietzsche y, desde el punto de vista de la filosofía, no ha habido chico más malo. Nietzsche era una especie de astuto delincuente filosófico. Desafiaba la autoridad, era un corruptor. ¿También era un vasallo de Satanás? Bueno, ¡escribió un libro titulado El Anticristo! Parecía odiarlo todo, cada ideal que la mayoría amaba y atesoraba. Se dedicaba a derrumbar esos ideales demostrando con inteligencia cómo se relacionaban con cosas que esa misma mayoría odiaba. Denostaba la religión y se burlaba de la piedad. Se refería a Sócrates como a un bufón que había conseguido que lo tomasen en serio. ¡Llamaba decadente a Kant, superficial a Descartes y limitado a John Stuart Mill! En Así hablaba Zaratustra, su infamia llegó hasta el punto de escribir: «¿Andas con mujeres? ¡Pues no olvides el látigo!».
Luego está True Blood, pero es que a mí esa serie me aburre muchísimo y, en su día, ya hablamos de Charline Harris.

La que aún no he visto es FlashForward y es una pena, porque el punto de partida es muy chulo: esos dos minutos y 17 segundos en los que toda la humanidad se desmaya y ve cómo va ser su vida dentro de seis meses.

La editorial La Factoría de Ideas va a reeditar en noviembre la novela de Robert J. Sawyer en la que está basada.

Eso sí, antes le van a cambiar el título.

En 2001, cuando la editaron por primera vez, la llamaron Recuerdos del futuro.

Ahora recuperan el Flashforward original, como la serie.

Supongo que este enlace debe llevar a la nota de prensa, no he encontrado otra cosa.

¿Y The Wire?

David Simon, su creador, tiene algunos libros publicados en Estados Unidos, que se basan, igual que la serie, en sus años como periodista de sucesos.

Por lo que he visto, no están publicados en España.

Pero sí los de George Pelacanos, uno de los guionistas.

Sus novelas deben ser buenas, más que nada, porque Simon le llamó para que trabajara en The Wire después de leerlas y eso que no le caía muy bien: uno es de Baltimore (Simon) y el otro, de Washington (Pelecanos).

Ediciones B (o Zeta Bolsillo) es su editorial en España, con títulos como Música de callejón, El jardinero nocturno y Drama City.

Más sobre él en Wikipedia.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Cosas pegajosas con las que hay que tener cuidado (sobre el disco 'Daiquiri Blues', de Quique González, y un libro llamado 'La mayor necesidad')

Paso todo el fin de semana escuchando Daiquiri Blues, el último disco de Quique González: en casa, en el ipod, en un coche...

Aún no sé si me gusta.

A ratos, incluso me cabrea.

Pero lo escucho, una y otra vez, una y otra vez.

No es pegadizo.

Es pegajoso.

Pegajoso como determinado tipo de tristeza.

Un disco que parece perfecto para momentos así: tan de bajón, tan monótono, tan autocomplaciente, tan ensimismado.

E hipnótico.

Daiquiri Blues no es tan bueno como el anterior disco de Quique González, Avería y redención, pero es que Avería y redención es uno de los mejores discos que se han grabado nunca en España.

Inmenso.

Daiquiri Blues no tiene canciones así:



Pero tiene otras como ésta, Cuando estés en vena, y aún mejores, aunque esas no están en YouTube:



Hay otra cosa pegajosa en mi vida.

Un libro que hojeo y me río.

No llego a leerlo, no pienso leérmelo entero, pero sí es perfecto, también, para momentos como éste y para las tardes de los domingos.

Es un libro sobre la mierda y lo que hacemos con ella.

O si prefieres, sobre "el reciclaje de los residuos humanos".

Se llama La mayor necesidad. Un paseo por las cloacas del mundo, de Rose George, editado por Turner y traducido por Víctor V. Úbeda.

Habla de retretes sin puertas en China, de viajes a las alcantarillas de Londres y Nueva York, de gravísimos problemas sanitarios y ecológicos para los cuales ningún famoso quiere prestar su imagen (ni Bono ni Bob Geldof ni Angelina Jolie), de lo que vertemos al agua y después nos bebemos o de mujeres que tienen que salir a cagar al campo a primera hora del día, poco antes de que amanezca, para que nadie las vea, sí, pero sobre todo, para que nadie las secuestre y las viole.

Por supuesto, muchas de estas cosas no tienen ninguna gracia.

Pero a ratos te ríes.

En el fondo, y este blog es la mejor prueba, algunos aún seguimos anclados en la fase del caca, culo, pedo, pis.

Corto y pego un trocito, es una bonita imagen, preciosa, y que responde a esa pregunta que te has hecho siempre que has ido de turista y te ha tocado visitar un palacio:
"Las crónicas de la época (siglo XVIII) refieren que los aristócratas de más alta alcurnia solían aliviar vejiga y vientre en los pasillos de Versalles y el Palacio Real (Buckingham). Le Nôtre, el diseñador de los jardines de Versalles, mandó plantar setos de gran altura para que hiciesen las veces de tabique de excusado. En palabras del escritor dieciochesco Turneau de la Morandière, el Versalles de Luis XV era "el receptáculo de todos los horrores humanos: las galerías, los corredores y los patios están repletos de orines y materia fecal". En el Kremlin, el panorama excrementicio no pintaba mucho mejor, hasta el punto de que las instalaciones sanitarias sólo mejoraron cuando se empezó a temer que el exceso de deposiciones corroyese el oro."
Feliz semana.