jueves, 29 de octubre de 2009

Bienvenidos al matadero (más sobre el libro electrónico y algo sobre 'Matadero cinco', de Kurt Vonnegut)



Atentos todos: hoy también vamos a jugar a Nostradamus.

La profecía dice: gracias al libro electrónico se va a leer mucho más a los autores clásicos o de culto.

Al menos, en un primer momento.

Lo digo yo y lo dice cualquiera.

Por un lado están todos aquellos libros escritos hace más de ¿setenta años?, ¿quizá cien?, ¿se empieza a contar desde la fecha de publicación o desde la muerte del autor?

No conozco bien el tema. Me refiero a las obras que ya se consideran de dominio público y te las puedes bajar gratis de Internet y sin sufrir ningún tipo de remordimiento de conciencia.

Y luego están todos esos libros que siempre has querido leer y que un buen día te los vas a encontrar curioseando por ahí, te los vas a bajar gratis, aunque quizá con algún remordimiento de conciencia, te vas a poner a leerlos y vas a decir: joder, qué bueno es esto, cómo he podido vivir tantos años en la ignorancia.

De hecho, ahora mismo, casi todo lo que encuentras en el maravilloso mundo de los libros pirateados son o los últimos pelotazos (Larsson, Stephenie Meyer, Falcones...) o libros muy, muy buenos, escaneados o digitalizado por cualquier otro medio gracias a algún friqui hiperfanático del autor o la obra en cuestión.

A mí es lo que me ha pasado con Kurt Vonnegut. Toda la vida había querido leerle, ahora me he cruzado con él en una lista de obras pirateadas, me lo he descargado entero y me he enamorado.

Vonnegut es un americano que murió en 2007, ya viejecillo, un pirado del que se suele decir que escribía ciencia ficción.

Pero ciencia ficción de la buena.

O sea, de la que, en realidad, nos habla de nosotros mismos y de nuestro tiempo.

Vonnegut era además muy rojo y hay quien considera que uno de sus libros, Matadero cinco, es una de las mejores novelas yanquis del siglo XX.

Por supuesto, hay también quien le considera un gilipollas.

Y quien se dedica a censurarle: según la Asociación de Bibliotecas Americanas, Matadero cinco (lo leo en wikipedia) fue una de las obras más prohibidas o vetadas o como quieras llamarlo durante la pasada década.

Suele decirse que Matadero cinco es una novela antibelicista que trata sobre el bombardeo de Dresde, según Vonnegut, uno de los peores de la historia, peor incluso que Hirsoshima y que dejó más de 100.000 muertos.

Él estaba allí, como prisionero de guerra, cuando ocurrió.

Vio la ciudad antes, llena de vida y lejos del frente, y la vio después, tan desolada que parecía la superficie lunar.

Pero no, Matadero cinco es mejor que eso: es una novela sobre la imposibilidad de escribir.

Imposibilidad de escribir acerca de semejante carnicería.

Imposibilidad de escribir sin banalizar la muerte, el horror y la destrucción.

En un momento dado, un personaje le dice al narrador: no quiero que escribas ese libro, no quiero que el día de mañana hagan una película protagonizada por John Wayne y Frank Sinatra, la guerra no la hicieron ellos, la guerra la hacen siempre los niños, chavalines aún adolescentes en manos de grandes intereses económicos.

El subtítulo de Matadero cinco es La cruzada de los niños.

Y ante esa incapacidad para escribir, o para abordar el tema, después de intentarlo durante años y años, de obsesionarse con ello, y de considerar que se le estaba escapando la que debía ser la obra de su vida, Vonnegut no empieza a mirarse el ombligo. No se pone en plan llorica. No lo llena todo de citas muy, muy cultas, y vacías. Vonnegut no se mete en uno de esos ejercicios de metaliteratura tostón.

No.

Vonnegut hace justo lo que hacían antes los escritores: imagina.

Matadero cinco es un prodigio de la imaginación, un milagro, un disparate, ya lo dijimos el otro día.

Frente a la impotencia, lo llenamos todo de imposibles: de viajes en el tiempo, hacia delante y hacia atrás, de extraterrestres, de crucifijos que representan toda la obsesión por la crueldad de nuestra cultura y sí, de soldados niños que se creen muy valientes pero cuya vida no vale un duro. O de oficiales ingleses capaces de organizar una fiesta en pleno campo de concentración alemán. O de americanos bobos que no están a la altura de las circunstancias.

Y, más allá de la guerra y la crueldad, está el horror ante la muerte, en general, y ante el paso del tiempo, con una escena sacada de una novela de Céline, en la que el protagonista, enloquecido, intenta parar a la gente que va andando por la calle, como si así pudiera detener el tiempo y con ello, evitar su muerte, la muerte de todos, incluidos nosotros.

Matadero cinco está lleno de humor. De humor y de rabia, de asco y de desprecio hacia quienes organizan las guerras. E incluye una de las escenas más conmovedoras que he leído en mucho tiempo: la de un bombardero contado al revés, hacia atrás, desde el fuego y la destrucción hasta el origen de la humanidad.

Y al final, sí, hicieron la película de Matadero cinco, pero no salían ni John Wayne ni Frank Sinatra.

La puedes ver en YouTube.

O puedes ver alguno de los muchos trailer falsos que hay de la película, como el que hoy encabeza esta entrada.

En realidad está hecho con imágenes (creo) de El club de la lucha, Encuentros en la tercera fase y La lista de Schindler.

Da igual, representa perfectamente lo que es la obra.

Matadero cinco ha sido también la primera novela que leído con el Sony Reader.

Hasta ahora había leído relatos, capítulos sueltos de algún ensayo, poemas, etc.

¿Y?

Perfecto.

Cada día me gusta más ese aparatejo.

Además, cuando pillas un libro bien formateado (RTF o ePub), va rapidísimo.

Pero lo de los formatos de libros electrónicos es todo un mundo.

Otro día hablamos de eso.

martes, 27 de octubre de 2009

Algunos viejos amigos (Samuel Beckett, San Agustín y la Guinness Special Export)


Hay que defender las bodegas.

O si prefieres, las licorerías.

Me refiero a esos establecimientos en los que venden todo tipo de bebidas alcohólicas.

Yo el otro día vi uno que estaban abriendo, o que acaban de abrir, en la calle Colón, justo al lado de La Ardosa, y me metí.

Empecé por las ginebras.

No tenían nada del otro mundo: Hendricks, Bulldog y cositas por el estilo.

A los rones preferí no hacerles mucho caso, por mi alergia, o lo que sea, para que no se me cierre la traquea y morir así de pronto, aunque me pareció que algunos mecerían la pena.

Y cuando ya estaba a punto de marcharme, vi unas Guinness Special Export.

La Guinness Special Export es un prodigio de cerveza, una maravilla, un disparate, muy distinta de la Guinness normal.

Es como volver a la adolescencia y recuperar la virginidad.

Recuperarla sólo por el placer de perderla otra vez.

La Guinness Special Export sabe como sabían entonces las cervezas negras: fuertes, rotundas, amargas, capaces de hacerte sonreír con un solo tercio.

Porque se vende por tercios y yo, hasta ahora, nunca la había tomado en España.

Tiene ocho grados de alcohol y es muy espesa.

Como el jarabe.

O como su espuma.

Me marché a casa feliz.

Ya sólo faltaba algo que leer mientras me bebía una, dos o las que hicieran falta.

Iniciamos, a partir de aquí, una especie de maridaje literario.

Así de esnob.

Y prepárate para lo que viene.

Primero pensé en Flann O'Brien, pero es que un par de días antes lo había intentado con La vida dura, editada por Nórdica, y se me vino abajo.

Seguro que es culpa mía, no de O'Brien.

Quizá no fuera el momento.

Pensé luego en Beckett, ese libro tan, tan importante que hasta le he prohibido la entrada en mi dormitorio.

Como a una amante letal.

Hablo de Obra poética completa, publicado por Hiperión y traducido por Jenaro Talens.

Pensaba en algún poema así:
qué haría yo sin este mundo sin rostro sin preguntas
en el que ser dura sólo un instante en el que cada instante
se vierte al vacío en el olvido de haber sido
sin esta ola en la que al fin
cuerpo y sombra se sumergen juntos
qué sin el silencio fosa de los murmullos
jadeando furioso hacia el socorro hacia el amor
sin este cielo que se eleva
sobre el polvo de sus lastres
Pero ese no era el espíritu.

La respuesta estaba mucho más cerca, en un libro que esa misma tarde me habían devuelto: Las confesiones de San Agustín.

Lo que yo necesitaba, con la Guinness Special Export en la mano, eran palabras de búsqueda, de entrega, de pérdida, de arrepentimiento, de redención.

Ahora es cuando se supone que debería incluir algún fragmento.

Lo he intentado, pero no funciona.

Se descontextualiza.

Puede incluso sonar a cachondeo y nada de eso: hablamos de una de las obras más grandes de la literatura universal.

Mejor, dejo el enlace a la edición que tiene colgada el Cervantes.

Hojeala ahí, salta de una página a otra.

Lo entenderás enseguida.

Para leer a San Agustín no hace falta creer en Dios.

Al revés, se le entiende mejor desde el ateísmo.

Pasa como con Kierkegaard, o con Pascal, o con casi todos los místicos.

Yo, de hecho, ya sólo quiero leer a los santos o a los místicos: su rechinar de dientes, sus noches oscuras, sus aleluyas y sus alabanzas al Señor.

Estoy hasta los huevos de modernos.

Vuelvo a esperar un milagro.

Y si no, me conformo con los grandes de la ciencia ficción, los más grandes, contundentes y disparatados, como la Guinness Special Export, o como Kurt Vonnegut, una de mis últimas lecturas, pero de él, mejor, te hablo otro día.

domingo, 25 de octubre de 2009

Apocalipsis Nocilla (sobre 'Nocilla Lab', de Agustín Fernández Mallo)


Seamos didácticos.

Empecemos por el principio.

En 2006, Agustín Fernández Mallo, un físico y poeta gallego afincado en Mallorca publica una obra llamada Nocilla Dream.

Podríamos decir que era un collage de 113 textos breves, más o menos independientes, más o menos vinculados entre sí.

De fondo, había una carretera yanqui, la US50, 418 kilómetros a través del desierto sin nada más que un par de burdeles y un álamo del que colgaban centenares de zapatos. Por allí iban pasando boxeadores, surfistas, prostitutas, etcétera.

Y se iban estableciendo conexiones con distintos personajes y puntos del planeta, como una gasolinera de Albacete o el aeropuerto de Singapur.

Se incluían, también, algunas cosas más: algún texto científico, o de Thomas Bernhard, o sobre los Sex Pistols, o sacado del New York Times.

La idea de escribir una novela (sí, novela) sin argumento y construida a partir de mil fragmentos diferentes, no era nueva.

Tampoco hacía falta.

El mérito de Fernández Mallo era otro: Nocilla Dream funcionaba.

Funcionaba de puta madre.

Conseguía eso tan importante: te arrastraba y te daba la sensación de estar viviendo una experiencia hasta entonces inédita.

Fernández Mallo creaba un universo lleno de imágenes potentísimas y de mil referentes: literarios, musicales, científicos...

Era una de esas pocas veces en que los adjetivos vanguardista, experimental o posmoderno (mejor, posposmoderno) no sonaban a insulto.

Incluso se le podía acusar de demasiado intelectual, o cultureta.

Pero da igual: la obra salía indemne.

Lo más sorprendente es que Nocilla Dream, una primera novela publicada por una editorial casi desconocida (Candaya) consiguió muchísima repercusión.

Hasta el punto de convertirse en todo un fenómeno literario y de empezar a hablarse de una generación Nocilla.

Luego vino Nocilla Experience, ya en una editorial grande (Alfaguara) y con muchísimas expectativas en torno a ella.

Nocilla Experience era más de lo mismo.

O no.

Nocilla Experience ya no funcionaba tan bien.

Lo que en la anterior era incuestionable, aquí empezaba a sonar a repetición, o a formula que muestra ciertos síntomas de agotamiento.

Ahora llega el final de la trilogía, o el final del Proyecto Nocilla, como prefiere llamarlo su autor.

Nocilla Lab la edita también Alfaguara y es la mejor de las tres.

Lo primero que hace Fernández Mallo es llevárselo todo por delante.

Frente al carácter fragmentario de las otras dos entregas, aquí se desmarca con un largo párrafo inicial de más de 60 páginas sin puntos. Al estilo, sí, del ya mencionado Thomas Bernhard.

Y frente a la ausencia de un argumento o de unos personajes centrales, aquí sí hay una historia como excusa o como pretexto de todo lo demás y un protagonista: un tío llamado como el autor, Agustín Fernández Mallo, que recorre con su pareja una isla al sur de Cerdeña.

Buscan el lugar adecuado para erigir su Proyecto, algo colosal, dicen, en lo que llevan años trabajando y que está destinado a cambiar sus vidas. Algo que guardan en la funda de una guitarra Gibson Les Paul.

A partir de ahí, Fernández Mallo aborda el origen de su vocación literaria, o la del personaje, y el origen de todo el Proyecto Nocilla: cómo un accidente durante un viaje a no sé qué país asiático le postró en la cama hasta arriba de analgésicos y sin nada qué hacer aparte de escribir...

Habla también de una crisis de pareja (la pareja protagonista), de la casualidad, de los viajes, de la Coca Cola...

Hacía delante y hacia atrás, avanzando en bucle, si es que avanza, volviendo una y otra vez al punto de partida.

Y de nuevo lo llena todo de elementos e imágenes Nocilla: un libro de Paul Auster traducido al portugués y comprado en Las Vegas, moles de hormigón construidas frente al mar, escritores bloqueados que acaban comiéndose el ordenador, recetarios para cocinar sobre el motor de un coche en marcha...

A veces, y esto es bonito, el lector cree que le están tomando el pelo.

O que Fernández Mallo roza el ridículo al querer ser tan, tan moderno.

Pero no.

Ni de coña.

Fernández Mallo se puede permitir eso y más.

Fernández Mallo no es ni mucho menos gilipollas.

Todo lo contrario.

Fernández Mallo, aquí también, te sigue arrastrando hacia ese universo suyo.

Y lo sigue ampliando.

Y te sigue sorprendiendo.

Y te deja, a ratos, la boquita abierta, como demostrándote que, de haber un gilipollas, quizá seas tú, no él.

Pero lo mejor viene después.

Nocilla Lab, bajo esa apariencia de artefacto algo frío, ingenioso e hipermoderno, acaba convirtiéndose en pura literatura.

O sea, en un relato que tiene la capacidad de removerte por dentro y que logra comunicarse con esa parte oscura donde se guardan o donde se fabrican las pesadillas.

O sea, un relato de terror.

Terror posposmoderno.

Pura desolación.

Nocilla Lab, pongámonos aquí también híbridos y epatantes, acaba convirtiéndose en el puto Resplandor, la novela de Stephen King. O la película de Kubrick.

Nocilla Lab, que desde el principio, o casi, era un ejercicio de metaliteratura, acaba de la única forma posible cuando se tratan esos temas en serio y no de forma autocomplaciente: como el retrato de una soledad inmensa y del aislamiento sin limites, de esa cierta clase de autismo impuesto a uno mismo que se requiere para fabricar un universo como el de Fernández Mallo.

Soledad, aislamiento, autismo y un talento descomunal.

La creación literaria como crimen y como apocalipsis.

En esta última Nocilla y en el Resplandor.

Y entonces, cuando llegas a ese punto, ni siquiera rechina la aparición de Vila-Matas en el cómic final.

Todo vuelve a ser incuestionable.

Pero ahora mejor.

Mil veces mejor que en Nocilla Dream y eso ya es decir mucho.

(Hoy alguien me preguntaba si tenía que empezar por Nocilla Lab. No, hay que empezar por Nocilla Dream. Y no saltarse Nocilla Experience. Todas merecen la pena y sobre todo, el recorrido. Es el recorrido lo que cuenta, la experiencia de hacerlo entero y no perderse ninguna etapa.)

jueves, 22 de octubre de 2009

Con cariño desde el infierno (sobre una película llamada 'Haxän' y algunas otras cuestiones satánicas y brujeriles)



Anoche estuve en el infierno.

No, esto no tiene nada que ver con Getafe Negro.

No es que fuera a lo de The Wire y a la salida me acabara liando y apareciera muchas horas después en algún bonito polígono del sur de Madrid, rodeado de coches tuneados y chavalines con el cuerpo abrasado por la drogas.

Fui a la Filmoteca, tan pedante y tan imprescindible.

Había un señor tocando el piano (dice el programa que se llama Mariano Marín, un monstruo).

Y sobre la pantalla del antiguo cine Doré empezaron a pasar cosas.

Salían brujas, diablos y espíritus malignos.

Había viejas que preparaban extraños ungüentos con un sapo y la mano de un ahorcado.

Había frailes glotones y libidinosos, monjas que enloquecían en masa, inquisidores que aplicaban las torturas más terribles en nombre de Dios.

Pude ver un aquelarre, que parecía salido de Sueño de una noche de verano, y docenas de mujeres que volaban con su escoba y que recordaban a un cuadro del Goya más negro.

Las brujas eran todas (o casi todas) feas, muy, muy feas, y pobres. Le besaban el culo al diablo, se dejaban follar por él y luego parían monstruos.

El diablo era inmenso y un poco ridículo: no paraba de tocar la zambomba y sacaba la legua de forma compulsiva, como si tuviera un tic.

La película se llamaba Haxän. La brujería a través de los tiempos y es de 1922, el documental de un tarado danés. Según Dave Kehr, citado en el programa de la Filmoteca:
Benjamin Christensen aparentemente pretendía que su película fuera un estudio serio de la brujería, pero en realidad consigue una obra de sadismo pornográfico. El impacto de la película se ha acrecentado con los años: las escenas de desnudo y las referencias escatológicas, lejos de parecer pacatas, han adquirido una cualidad siniestra, parecen los restos de una imaginación morbosa y arcaica.
Sí, morbosa y arcaica.

E ingenua, con ese punto naif del cine mudo, y a ratos, ya lo he dicho, ridícula, pero también hipnótica, y aterradora, visualmente potentísima, un auténtico disparate, extraña, mucho más que extraña, la película más rara que he visto en mi vida, una obra maestra.

El vídeo que encabeza esta entrada es un montaje hecho con imágenes de Haxän y de fondo, una canción de Faun Fables. Mezclan muy bien y sirve para hacerse una idea.

También te puedes bajar la película o verla directamente aquí (es el primer sitio que he encontrado).

Y como esto aún sigue siendo un blog de libros:

1. Existe otra versión de Haxän, de 1967, narrada por William S. Burroughs: el de la generación Beat, el que escribió Yonqui y El almuerzo desnudo, el gay que le puso una manzana a su mujer en la cabeza, sacó la pistola y quiso ser Guillermo Tell. Lástima que le fallara la puntería.

2. Me llega hoy justo un mail de Siruela. Acaban de publicar un libro de Ana Cristina Herreros. Se llama Libro de brujas españolas. No lo he leído, no lo he hojeado, ni siquiera lo he visto u olido. Corto y pego lo que dice la editorial:
Los 42 cuentos maravillosos que reúne este libro, y las 24 historias y leyendas que lo complementan, tienen como protagonista a la bruja, el ser que quizá más haya asustado a niños y adultos en todos los tiempos... tal vez porque las mujeres con poder asustan mucho. Sobre todo las que viven solas, independientes, esas ancianas que por viejas son sabias, unas veces buenas y otras malas. Son mujeres a las que se llama «brujas», a veces «hechiceras», a veces «hadas», según usen su poder. En este libro las hay atlánticas, cantábricas, pirenaicas, mediterráneas y del interior: todas llegan desde las leyendas y los cuentos españoles al aquelarre de este libro.
3. También este mes, 451 Editores ha publicado Libro de descenso a los infiernos. Una selección de textos e imágenes sobre el tema hecha por José Ovejero. La encabeza esta gran frase: "quien regresa del infierno está condenado a contarlo" e incluye, entre otros autores, a Aristófanes, William Blake, Mijaíl A. Bulgákov, Joseph Conrad, Cortázar, Dante Alighieri, Homero, Quevedo y Rabelais.

Las ilustraciones son de Eugène Atget, Francis Bacon, William Blake, William-Adolphe Bouguereau, Jan Brueghel, Francis Ford Coppola, Goya, Anna E. Lukasik-Fisch, Cristoforo de Predis, Utagawa Kunyoshi, etcétera.

4. Cierro ya con el principio de Una temporada en el infierno, de Arthur Rimbaud, en la traducción de Ramón Buenaventura para Hiperión, más que nada por si alguien se anima a leerlo:
Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín en el que todos los corazones se abrían, en el que todos los vinos se escanciaban.
Una tarde, me senté a la Belleza en las rodilla. – Y la encontré amarga. – Y la cubrí de insultos.
Me armé contra la justicia.
Escapé. ¡Oh brujas, miseria, odio: a vosotros se os confió mi tesoro!
Logré que se desvaneciera en mi espíritu toda la esperanza humana. Sobre toda alegría, para estrangularla, salté como una fiera, sordamente.
Llamé a los verdugos para, mientras perecía, morder las culatas de sus fusiles. Llamé a las plagas para ahogarme en la arena, en la sangre. La desgracia fue mi dios. Me tendí en el lodo. Me dejé secar por el aire del crimen. Y le hice muy malas pasadas a la locura.
Y la primavera me trajo la horrorosa risa del idiota...
(Y gracias a quien anoche me llevó a la Filmoteca y luego me invitó a un par de copas. Aunque sólo fuera, como Rimbaud a la belleza, para cubrirme de insultos. Yo también te quiero.)

martes, 20 de octubre de 2009

Héroes contemporáneos (Getafe Negro, 'The Wire', Enric González y una primera aproximación a 'Nocilla Lab', de Agustín Fernández Mallo)



Había decidido declararme anti.

Antiliteratura espectáculo.

AntiHay Festival.

AntiGetafe negro.

Antinovela multimedia.

Y defender el libro.

Un hombre y un libro.

O una mujer y un libro.

En formato analógico (papel) o digital, eso no importa.

Reivindicar la lectura como acto íntimo, creo que ya lo he dicho: en silencio o con música de fondo, tirado en el sofá o en el metro rodeado de extraños, incluso mientras andas por la calle o mientras cocinas.

Incluso si es para comentarlo luego en un blog.

Pero íntimo, intimísimo, casi una comunión (perdón por la cursilería) entre el hombre y el libro.

Sólo eso.

Porque si no, parece que el libro no basta.

Como si la literatura necesitara muletas.

O como si quisiéramos convertirla en otra cosa: un espectáculo (más aún, quiero decir, que es lo que jode), un circo, un castillo de fuegos artificiales.

Y de fondo, detrás de todo ello: una mayor mercantilización.

Más negocio, más muertos.

Y menos tiempo para leer.

Me iba a convertir en muy, muy purista, un talibán del tema.

Y sin embargo, me llega un mail de Getafe Negro, el Festival de Novela Negra de Madrid, y creo que voy a ir.

Mañana a las 12.00 van a hablar de The Wire.

The Wire es la tercera mejor serie de televisión de la historia.

La mejor son Los Soprano.

La segunda mejor es A dos metros bajo tierra.

Yo aún no he conseguido ver entera The Wire.

En España sólo hay dos temporadas en DVD.

La serie en total son cinco.

El último episodio se emitió en Estados Unidos en marzo de 2008.

Pero aquí ni siquiera puedes comprar la tercera temporada, emitida en 2004.

En Internet, sí, ahí tienes toda la serie para que te la bajes gratis y la disfrutes.

¿En qué coño piensan los de Warner, sus distribuidores en España?

El caso es que mañana hay en Getafe una mesa redonda para hablar de The Wire.

Entre otros, estará Enric González.

De Enric González no diré nada porque últimamente en este blog parece que todo es peloteo.

Sólo una cosa: yo es de los pocos que leo todos los días.

Si no leo su columnita (como la llama él) en El País, no me quedo tranquilo.

En Getafe también estarán Pablo Herraiz, Antonio Onetti y David Barba como moderador.

The Wire es una serie de policías.

Policías hiperrealistas que, en cada temporada, intentan resolver un caso en la ciudad de Baltimoore.

Son tipos duros que tienen que enfrentarse a toda clase de dificultades.

En ese sentido, recuerda un poco a James Ellroy por la forma en que describe, sin ningún adorno, las luchas internas, las ambiciones de los polis, sus corruptelas, los politiqueos del sistema yanqui o cómo algunos esperan tocándose los huevos la ansiada pensión.

Parecen de carne y hueso.

Pero, poco a poco, sobre todo en la primera temporada, van a adquirir un rollo épico.

O casi, una épica contemporánea y posibilista que podríamos resumir en hacer lo que se tiene que hacer y a pesar de ello, seguir vivo.

The Wire es una serie de tramas curradísimas e impecables, tanto que cuesta entrar y es fácil perderse, pero siguiéndolas puedes hacerte una idea bastante exacta de cómo funciona el mundo.

Y con una galería de personajes impresionante: el listillo tocahuevos y trepa que lo pone todo patas arriba (a las tías, además, les encanta), el brillantísimo detective que lleva años castigado en un despacho haciendo casas de muñecas porque llegó demasiado lejos en una investigación, el negro incorruptible y de perfil casi africano al que todos obedecen (un anticipo de lo que años después iba a ser la imagen pública de Obama), la lesbiana que se enfrenta a la maternidad de su novia y a las exigencias de ésta para que deje las calles y el peligro atrás, el mafioso que ha salido del gueto y ahora estudia un máster en administración de empresas para convertirse en el más poderoso y el peor...

... Y Little Omar, una especia de Lisbeth Salander, por justiciero, por inteligente y por bestia, pero en negro y en marica. Tiene además el trabajo más peligroso del mundo: robar a los narcotraficantes para quedarse todas las drogas y luego venderlas por ahí. O sea, es el enemigo tanto de los polis como de los mafiosos, pero con un sentido del honor y de la lealtad que ha conseguido, por ejemplo, que Obama se una a su ejército de fans y no al del ya mencionado y linkeado coronel que parece un clon suyo.

The Wire hay que verla.

Y escucharla.

Los episodios empiezan todos con el Down in the Hole, de Tom Waits, aunque cada temporada en una versión distinta (la que he colgado arriba es la de la segunda, la original).

A mí, cuando escucho la cancioncilla, me pasa como con el arranque de Los Soprano: se me mueve todo por dentro. Babeo, me pongo cachondo, se me dilatan las pupilas y sí, también, debo reconocerlo: me entran ganas de llorar.

Me gustaría ir mañana a Getafe.

Sería bonito.

Puede que hasta lo haga.

Aunque cada vez me cuesta más cumplir mis planes.

Hoy, por ejemplo, iba a escribir de Nocilla Lab, el final de la trilogía Nocilla, de Agustín Fernández Mallo.

Prometo hacerlo mañana o pasado o cuando tenga un segundo.

De momento, corto y pego lo que ya he dicho en otro sitio:
La apoteosis de la Nocilla. Nocilla Lab se convierte en la más evocadora de las tres, la más extraña, la más poética y la que tiene una mayor fuerza para arrastrar al lector hacia ese universo único y personalísimo que Fernández Mallo ha sabido crear y con el que se ha convertido en el abanderado de una nueva forma de hacer literatura en España.
Y añado: corred y leedla, es buenísima, una pasada.

lunes, 19 de octubre de 2009

Oda a Pere Gimferrer desmayado durante la entrega del Premio Planeta




El desmayo se convierte en acto poético.

Porque quien se desmaya es un poeta, claro.

Pero también porque está subido a un escenario con todas las cámaras de España mirándole.

Y porque le rodean una ministra, un president de la Generalitat y varios escritores sin demasiado talento (varios, no todos).

Veo la cara de la rubia de verde, esa que presenta los telediarios del fin de semana en Antena 3, ella tan mona.

Veo su asco inicial.

Un asco intolerable.

Un asco que luego se trasforma en horror.

Y después, en piedad.

Un gesto resolutivo y cargado de reflejos.

Ella se agacha antes que nadie.

Y te toca, y te cuida, y se preocupa por ti.

Y casi, se me va la olla, lo sé, la escucho recitar un poema tuyo.

O te escuchó a ti, Pere, quizá sea eso, le susurras a la rubia al oído:
Estaré enamorado hasta la muerte y temblarán mis manos
al coger tus manos y temblará mi voz cuando te acerques
y te miraré a los ojos como si llorara.
Pero no, porque al ponerte de pie, tienes la cara magullada y la mirada perdida.

Esto no es coña.

Tu fragilidad interrumpe la fiesta de los triunfadores: el gran premio, los 601.000 euros, la farsa que año tras año se repite en el día de santa Teresa.

Vanidad de vanidades.

Y a mí, al ver el vídeo, siguen viniéndome versos tuyos a la cabeza.

Recuerdo, sobre todo, el principio de Canción para Billie Holiday.

O si no, esos otros, casi al final de La muerte en Beverly Hills:
El paraíso, los labios pintados, las uñas pintadas, la sonrisa,
las rubias platino, los escotes, el mar verde y oscuro.
Una espada en la helada tiniebla, un jazmín detenido en el tiempo.
Así llega, como un áncora descendiendo entre luminosos arrecifes,
la muerte.
Pero no, eso tampoco.

El poeta, al menos esta vez, no ha se ha convertido en vidente como quería Rimbaud.

Y yo me alegro por ti, ya lo creo que sí.

Es bueno seguir vivo.

Aunque no te conozco, me caes bien.

Y me sé todos tus poemas de memoria.

Y hasta me creo eso que dicen: si alguna vez le dan el Nobel a un autor que escriba en catalán será para ti.

De verdad que me alegro, Pere.

Pero pensando en mí, y sólo en mí, creo que hubiera sido una buena muerte.

En brazos de la rubia.

Salpicando a la ministra.

Y al president de la Generalitat.

Jodiendo la fiesta.

Creo que por eso no voy a determinados sitios.

A veces, es mejor evitar la tentación.

Y tú, por favor, Pere, cuídate mucho y ponte bueno pronto.

(Puede que todo lo demás sólo sea una payasada, como de costumbre, pero esto último lo digo muy en serio.)

jueves, 15 de octubre de 2009

No volveré a tomar el nombre de Nick Cave en vano (sobre su novela 'La muerte de Bunny Munro')


No sé si me gusta Nick Cave.

Tengo unos cuantos discos suyos (con The Birthday Party y The Bad Seeds) y llevo años sin oírlos.

Ni siquiera los he metido en el ipod.

Demasiado intenso, chillón, grandilocuente.

Me gustó, eso sí, lo que hizo como Grinderman, cosas como la canción de abajo (el vídeo original es muy, muy chulo: muy sucio, muy oscuro, muy vicioso, pero Emi no me deja insertarlo aquí).



Este No pussy blues da la impresión de que Nick Cave ya no se toma tan en serio a sí mismo.

Queda la energía, la distorsión y la mala leche, pero parece menos pretencioso.

También tenía gracia cuando le daba el punto marciano y se ponía, por ejemplo, a cantar con esas dos bombas sexuales: Kylie Minogue y PJ Harvey.

O el colmo del despropósito (maravilloso despropósito), su versión con Shame MacGowan de It´s a wonderful world.

Pero Nick Cave se estaba convirtiendo, cada vez más, en un imitador de Leonard Cohen.

En australiano, en ex yonqui, en bestia.

Lo bueno es que lo reconocía y hasta le grababa homenajes al maestro ya viejo y arruinado.

Tampoco esta vez me ha dejado YouTube insertar el vídeo que quería, pero sí este bonito montaje con fotos de Nick Cave y de fondo, su versión de I´m your man:



Y quizá, para terminar de ser Leonard Cohen, después del traje y la voz profunda, le hacía falta una carrera literaria.

En 1989 publicó su primera novela Y el asno vio al ángel (editada en España por Pre-Textos).

Yo la recuerdo como algo ilegible: tan rebuscada, tan barroca, tan excesiva, tan ingenua, tan torpe.

Con ese precedente, no esperaba gran cosa de La muerte de Bunny Munro (editado por Papel de liar y traducida por Miguel Izquierdo).

Y sin embargo, me ha sorprendido, me ha gustado y la he disfrutado muchísimo.

Una novela estupenda.

La historia es la de los últimos días de Bunny Munro, putero, adicto al sexo, canalla de poca monta y vendedor de cosméticos a domicilio.

Bunny tiene una mujer que se suicida al principio y un hijo del que debe ocuparse a partir de entonces.

El Bunny éste parece casi una caricatura de Nick Cave, lo que le da a la novela un punto autoparódico muy gracios0.

Se agradece la ironía y cierto sentido del humor que se mantiene hasta el final.

Se agradece también lo guarro que es.

Bunny se pasa todo el día follando o intentando follar, pensando en "vaginas" (él emplea esa palabra) e imaginando con especial cariño la de Avril Lavigne.

O los minishorts dorados de Kylie Minogue en el vídeo de Spinning around.

Y además de cerdo, Nick Cave sigue siendo tan siniestro como siempre.

A ratos, incluso, parece una de las películas buenas de David Lynch.

Desde la primera página, se crea una atmósfera muy densa, de amenaza constante o casi de pesadilla.

Hay fantasmas, hay pederastas en chándal y hay diablos que van matando mujeres a través de toda Inglaterra, de norte a sur, hasta llegar al protagonista.

Bunny va visitando a sus clientas y deja a su hijo en el coche.

El padre intenta seducirlas a todas y el niño hace cuanto está en su mano por no olvidar a la madre muerta sólo una horas antes.

Al principio, parece que la fiesta de Bunny va a continuar para siempre, pero la historia se va enrareciendo poco a poco, empiezan a pasar cosas y él va perdiendo el control...

Y todo ello, para mostrarnos la desesperación del personaje, su tragedia y su miseria moral, su patetismo, esa muerte que se anuncia tanto en el título como en las primeras líneas.

En La muerte de Bunny Munro, Nick Cave sorprende por su imaginación, pero también por cómo controla la historia y por su capacidad para ensamblar escenas y situaciones potensítisimas: a ratos divertidas, a ratos aterradoras y siempre pelín desquiciadas.

Yo, después de leerla, me he reconciliado con él, me ha divertido muchísimo y hasta prometo que voy a meter todos sus CD en mi ipod.

(Estupendo también lo que escribe Juan Varela en soitu.es sobre La muerte de Bunny Munro como el anuncio de una posible o futura novela multimedia. No estoy de acuerdo en nada, o casi nada, con él. Es más, hasta podría tener ese rollito papanatas de quienes parece que han nacido en Internet, pero es inteligente, muy inteligente, y provocador, y tiene su punto. Igual otro día hacemos una gran defensa de la lectura como experiencia íntima, aunque compartida y en formato electrónico si hace falta. Frente a todo el ruido y la pachanga de quienes aspiran a convertir la literatura en un espectáculo más, desde aquí propondremos la vuelta a cierta vida monástica. Un monasterio, eso sí, laico, alegre y libertino.)

miércoles, 14 de octubre de 2009

Por favor, ponme en tu lista negra (la música de Billy Bragg, un avance sobre la novela de Nick Cave y un cuento de Yasutaka Tsutsui)



Vuelvo a entrar en un bucle.

Llevo desde ayer atrapado en una canción.

Se llama The great leap forwards y la canta Billy Bragg.

La escucho una y otra vez, una y otra vez.

La escucho y lloro.

Esta noche Billy Bragg va a actuar en Madrid y yo me lo voy a perder.

Es por eso por lo que lloro.

No por todo lo demás.

Antes me gustaba mucho cuando decía:
Here comes the future and you cant run from it
If youve got a blacklist I want to be on it
Pero cada vez la canta de una forma distinta.

En el vídeo de arriba cambia eso de "si tienes una lista negra, quiero estar en ella", por "si tienes un sitio en MySpace, yo quiero estar en él".

No es lo mismo, pero se entiende.

Todo el mundo, hasta Billy Bragg, aspira a tener un millón de amigos.

Yo, a veces, también.

Quizá ese sea el motivo por el que no voy a verle esta noche: me encanta la gente, me encantan las cenas, me encanta relacionarme.

Sobre todo cuando consigo no vomitar.

Volviendo a Billy Bragg, él es muy rojo. Lo mismo canta su propia versión de la Internacional en una protesta contra el G-20 que adapta una canción de Dylan para dedicársela a Rachel Corrie, la activista aplastada por una excavadora israelí mientras intentaba proteger la casa de una familia palestina.

Bragg tiene también una versión muy cañera del All you fascists, de Woody Guthrie.

Aunque hay quien se queda con sus canciones de amor.

The Passionate & Objective Jokerfan le escribió un tema muy divertido, Billy Bragg, I Prefer Your Love Songs To Your Political Songs (lo siento, pero este enlace me temo que sólo van a poder seguirlo los usuarios de Spotify, no he encontrado otra cosa).

Supongo que cuando hablan de canciones de amor, se refieren a A new England pero es que yo, de tanto escucharla, le tengo un poco de manía.

La misma manía que le tenía, por ejemplo, a Nick Cave como escritor.

Aunque a él se la estoy perdiendo.

Cuando consigo salir del bucle y escapar de The great leap forwards, me pongo a leer La muerte de Bunny Munro, su segunda novela.

Me está gustando mucho, pero eso mejor lo cuento otro día.

También sigo descargándome alguna cosilla de Internet.

Lo último ha sido un cuento, Mujer de pie, de Yasutaka Tsutsui.

Todavía no he podido leerlo.

(Tiene gracia, hoy ha empezado la Feria del Libro de Fráncfort, la más importante del sector, y se vuelve a hablar a todas horas del libro electrónico. Incluso un editor dice en El País que las obras en este formato no se venderán por menos de 12 euros. Yo seguramente me equivoque con mis apocalípticas predicciones sobre el tema, pero juraría que más de uno está haciendo todo lo posible para que se cumplan.)

martes, 13 de octubre de 2009

Odio a los adolescentes. Es fácil tenerles piedad* (sobre 'Deseo de ser punk', de Belén Gopegui)



Hagamos un nuevo intento: a ver si podemos escribir algo digno sobre Deseo de ser punk (Ed. Anagrama), de Belén Gopegui.

Lo primero que conviene decir es que en Deseo de ser punk hay una chica de 16 años que cuenta su historia.

Y esa voz que se inventa Gopegui resulta creíble, salvo en contadas, contadísimas ocasiones de las que hablaremos luego.

La adolescente se llama Martina y no es gilipollas.

Quiero decir que no es como Hannah Montana.

No pretende triunfar ni ser famosa ni ligarse al chico más guapo de su clase.

Su modelo se parece más bien a Holden Caulfield, el de El guardián entre el centeno, del que de hecho habla en alguna ocasión.

Pero Martina es roja y es chica.

Martina, además, tiene un problema: se siente rara, está jodida, algo le ha pasado. Empieza a darse cuenta de que vive en un mundo de cosas y de personas rotas.

Le falta una canción, un código, una actitud.

Lo que Martina busca es algo así (corto y pego):
Entrar en una canción tiene que ser como la electricidad: en vez de un sitio, algo que te atraviesa y, mientras lo hace, la atracción hacia unas cosas y la repulsión hacia otras se vuelve muy potente. Tanto que tienes la impresión de estar siendo abducida y ahí estás tú, fuera de órbita, en un sistema planetario nuevo donde importa lo que vibras, deseas, blasfemas y sueñas mientras vives esa maldita canción.
Deseo de ser punk es una novela de iniciación en la que no falta ninguno de los ingredientes habituales: ni el amor ni la amistad ni la muerte.

Gopegui evita la ñoñería, lo que no quiere decir que no sea capaz de producir ternura en determinados momentos. Al revés.

Una ternura incluso inmensa, pero sin abusar de ella.

Y con una de las declaraciones de amor más bellas (sí, bellas), obscenas y sinceras que he leído en mucho tiempo.

Deseo de ser punk es también una novela inteligente que se atreve a mirar el mundo a la cara, como quiere hacer su protagonista.

Pero su gran mérito, lo que más sorprende, es que una novela de adolescentes (y seguramente también muy indicada para ellos) no idealiza la adolescencia, sino que se atreve a dinamitarla como uno de los grandes mitos contemporáneos.

En un mundo en el que los adultos parecen condenados a comportarse toda su vida como si tuvieran 15 años, que vive fascinado por la adolescencia y que nos la vende lo mismo como espacio de la mayor pureza que como objeto del deseo más turbio, Martina va a darse cuenta de que no hay en ella ningún secreto ni ninguna clave, nada misterioso que la diferencie de la edad adulta.

En un momento dado Martina escribe lo que sigue y se agredece su lucidez:
De repente lo vi clarísimo, nada más soltar la pregunta vi a mi padre como yo pero más viejo, quiero decir que no pertenecía a otra especie, no tenía poderes, no sabía muchísimas más cosas que yo sino sólo unas cuantas más. Y tenía su infierno, igual que yo tenía el mío, y a lo mejor no estaba ahí para cuidarme sino que sólo estaba a mi lado y se hacía cargo de algunas cosas de las que yo no podía hacerme cargo todavía.
Hasta propone una gran solución: quizá todos los males de la adolescencia, o buena parte de ellos, se curen con una buena dosis de realidad y responsabilidad.

El problema viene cuando esa voz, la voz de Martina que sustenta todo el relato, presenta alguna fisura, determinados momentos en los que ves, o al menos eso parece, la mano de su autora.

Es como si se rompiera el hechizo.

O mejor, como si descubrieras el truco que ha hecho el mago con la baraja.

Esto sucede, sobre todo, cuando Martina expresa determinadas ideas políticas.

No cuando surge una crítica o una injusticia, pero sí cuando, en lugar de mostrarse esas situaciones, Martina teoriza sobre ellas. Pienso, por ejemplo, en la escena de la conferencia, o esa otra en la que comenta con sus padres (creo recordar) la destrucción de puestos de trabajo.

Chirría.

No porque los adolescentes no sean inteligentes o no les interese política o no tengan derecho a expresar determinadas opiniones.

Simplemente aquí no funciona, quizá suene un poco forzado, o esas escenas parezcan meras excusas que no terminan de encajar, o la autora en esos momentos se está implica demasiado.

Deseo de ser punk presenta también otro problemas muy relacionado con el anterior, aunque más grave.

Martina decide pasar a la acción para hacer frente a ese mundo que no funciona, a su malestar y al de tantas otras personas.

Bien.

Muy bien, incluso.

El problema, de nuevo, es la forma en que Martina lo hace.

Aquí sí que la novela acaba cayendo en muchas de las trampas que hasta entonces tan bien había sabido esquivar.

Intentaré no reventar la historia del todo, pero la revolución de Martina, por llamarla de alguna forma, acaba convirtiéndose en un acto sentimental.

Sólo eso.

Y por lo tanto, no resulta creíble ni interesa demasiado al lector.

Es uno de esos finales que te desvincula de la historia.

Lo toleras, porque hasta entonces la novela te ha gustado, pero poco más.

Quizá lo peor es lo que puede significar esta revolución simbólica de Martina y sus reivindicaciones que el lector seguramente no compartirá o las verá como una chiquillada.

Quizá lo que todo eso refleja es la incapacidad de la izquierda, en general, para imaginar la revolución.

O quizá sólo refleja la imposibilidad de hacer y plantear la revolución desde la literatura.

Quizá una novela, como artefacto político, sólo sirva para efectuar una denuncia o para convencer o para contar la revolución una vez que ha ocurrido.

Pero quizá la literatura está condenada a fracasar cuando traspasa esos límites.

Y conste que no lo digo regodeándome en ello.

Y que todo son quizás.

Creo que hoy, más que nunca, me gustaría estar equivocado.

Y que a pesar de lo que acabo de comentar, sigo considerando Deseo de ser punk una novela interesantísima.

Muy buena.

Pero no tan grande como podría o debería haber sido.

(*El título de la entrada es, por supuesto, un plagio de Pere Gimferrer y de su poema Cuchillos en abril. Martina, en realidad, no tiene nada que ver con esos adolescentes: ella desde el primer momento exige que no se le tenga piedad, por lo que resulta muy difícil odiarla.)

domingo, 11 de octubre de 2009

Sólo una canción en la víspera de la Fiesta Nacional...



Llevo varias semanas queriendo escribir algo sobre Deseo de ser punk, de Belén Gopegui.

Incluso lo he intentado.

Pero no encuentro el tono o no me sale o me lío.

Quizá haya demasiadas cosas que decir.

O quizá me esté volviendo gilipollas.

"Una novela interesantísima", puse el otro día en otro sitio.

Y también: "puede que alguna cosa chirríe y puede que la literatura no sirva para hacer la revolución".

Lo importante sería aclarar estas dos últimas frases.

Y luego, si acaso, contar todo lo demás.

Pero hoy, 11 de octubre de 2009, víspera del Día de la Raza, de la Virgen del Pilar, de la Fiesta Nacional y del Gran Desfile de las Fuerzas Armadas, tampoco va a ser.

Acabo de poner la tele y he visto que hay un autobús por Madrid que lleva encima a Fito Páez y en el que va a dar un concierto.

Por supuesto, no voy a ir.

Tengo otros planes y algo de dinero en el bolsillo que quiero gastar con la misma alegría con la que lo he ganado esta mañana en el hipódromo gracias a un caballo que se llamaba Fénix y que ha pagado 13,20 por cada euro apostado.

Pero la idea es bonita.

Quiero decir que a mí también me gustaría ir en un autobús sin techo por la Castellana, con miles de watios a mis espalda y cantando eso de:
En esta puta ciudad, todo se incendia y se va
Maldito sea tu amor
tu inmenso reino y tu ansiado dolor.
Podemos ampliar la fantasía e incluir al final una copa con Esperanza Aguirre, Ruiz-Gallardón, Ángeles González Sinde y Pedro Zerolo.

Seguro que el alcohol mezcla de puta madre con el lexotanil del que habla en la canción y con toda esa gente tan maja.

(Prometo que el próximo día vuelvo a intentarlo con Gopegui. De verdad que el libro merece la pena.)

miércoles, 7 de octubre de 2009

Sí, puede que sea el fin (más sobre el libro electrónico, la piratería y una cosa llamada Scribd)


Ayer empezó el Liber.

Editores, agentes, distribuidores y demás hablan y hablan del libro electrónico.

Yo, mientras, sigo jugando con el mío.

O no.

Ya no juego.

Ahora he empezado a leer con él.

Es mejor de lo que ya dije.

A pesar de todos sus defectos (la pantalla pequeña, lo que tarda en cambiar de página, etc).

Me gusta.

Me encanta.

Es comodísimo manejarlo, con una sola mano, tirado en el sofá o de pie en el metro.

Y sigo adentrándome en el mundo de los libros pirateados.

Insisto en mi idea: el libro electrónico puede suponer para la industria editorial lo mismo que el MP3 para las discográficas.

Se habla mucho de Google Books,
pero quizá eso no sea lo peor.

El otro día descubrí una cosa que se llama Scribd.

Lo definen como un YouTube de los documentos ofimáticos: la gente sube lo que quiere (archivos de texto, presentaciones, hojas de cálculo, etc) para compartirlo con los demás.

Puedes verlo en la pantalla del ordenador o descargártelo y leerlo en un libro electrónico.

Por supuesto está lleno de libros pirateados.

Y por supuesto tiene una demanda por infringir las leyes del copyright (según la wikipedia).

Es un poco como ir a la biblioteca, pero sin salir de casa y sin tener que devolver luego el libro.

Yo empecé bajándome uno de Rubem Fonseca, estoy obsesionado con él.

Se llama Los mejores relatos, la traducción, la edición y el prólogo (muy bueno) es de un tal Romeo Tello Garrido.

Son casi 500 páginas con 38 cuentos, la mayoría de ellos imposibles, o dificilísimos, de encontrar en España.

El mismo usuario (un tal Digiletras, sin duda, encantador) tiene obras de Hans Magnus Enzensberger, John Kennedy Toole, Novalis, Cormac McCarthy, Camus, Cioran, Deleuze, Foucault, Calvino, Onetti, Leopoldo María Panero, Chuck Palahniuk, Sade, Bukowsky...

Hoy alguien del Liber decía en el telediario que el libro electrónico iba a ser el regalo de moda estas navidades.

Exageraba aún más que yo.

O puede que se dedicara a venderlos.

200 o 300 euros es mucha pasta. Tiene razón el anónimo que hizo este comentario en la entrada del otro día. Pero supongo que no tardará en bajar de precio.

Y entonces, cuando la gente lo tenga en sus manos, no va a ir ni a Google Books ni a Amazon ni a La Casa del Libro ni a la Biblioteca Nacional.

La gente va a hacer lo mismo que yo (porque yo, sobre todo, soy gente) y se van a poner a descargar como locos.

¿Y?

Ni idea lo que pasará después.

Habrá que verlo.

Pero supongo que algunos llorarán.

Y otros contarán cadáveres.

Los habrá también que no tendrán ni un segundo para esas cosas: estarán superliados y venga a comprar discos duros para guardar todos los libros que se han bajado y que ni en mil vidas podrían leer.

(Conste que aún no sé si me mola nada de esto. Y que creo en la labor que desempeñan algunas editoriales grandes y pequeñas. Y que me gustan los libreros y las librerías, y que ellos previsiblemente se van a llevar la peor parte.)

martes, 6 de octubre de 2009

Turbio, violento, imprescindible (sobre 'El cobrador', de Rubem Fonseca)


Querer hacer frases hermosas es tan miserable como querer ser coherente, dice Rubem Fonseca en el primero de los cuentos incluidos en El cobrador, editado por RBA y traducido por Basilio Losada.

Lo dice Fonseca.

O lo dice su personaje, un escritor ya maduro, que odia el mundo y se odia a sí mismo, que odia escribir y que sólo quiere follarse a cualquier mujer que pase a su lado.

A ellas, por supuesto, también las odia.

Sólo ama a una. Lo grita por la ventana y lo grita en la playa. Con ella se siente feliz: es su vecina, se llama Sofía y tiene 12 años.

Este argumento, y lo que sigue, en manos de cualquier otro sería morboso, o ñoño, o morboso-ñoño, o tópico, o previsible, o cualquier otra cosa sin demasiado interés.

Pero en cuanto empiezas a leer a Fonseca, bastan un par de líneas para darte cuenta de que estás ante algo grande.

Grande de verdad.

En efecto, no son frases hermosas, o que pretenden ser hermosas.

Son frases sólidas, incuestionables, como si siempre hubieran estado allí,

Y bajo esas frases, hay algo turbio. Muy, muy turbio. Y violento. E incluso a veces brutal. Capaz de provocar un terremoto.

Y cuando digo violento, no digo divertido.

Al revés, Fonseca es de los pocos autores que aún es capaz de acojonarte, y de revolverte las tripas, y de enseñarte la verdadera cara de la violencia, que nunca es una fiesta.

O sólo es una fiesta para los tarados y los psicópatas, para personajes como los suyos, que la convierten en la única forma de expresión posible frente a la injusticia generalizada, frente a todo su odio y su frustración, o frente a lo que sea.

Gente como el protagonista y narrador de El cobrador, que sale al mundo armado hasta los dientes y dice:
¡Todos me las tienen que pagar! ¡Todos me deben algo! Me deben comida, coños, cobertores, zapatos, casa, coche, reloj, muelas; todo me lo debe.
El relato lo puedes leer aquí.

Quizá no sea el mejor, yo prefiero otros, pero sí es uno de los más famosos y sirve para hacerse una idea.

Turbio y violento, decíamos, como el sexo que hay en todos, o casi todos lo cuentos.

O como esa residencia de ancianos en la que se desarrolla Once de mayo y que parece más bien una cárcel, o un almacén de futuros cadáveres.

O como el poeta romántico que delira en H. M. S. Cormorant en Paranaguá.

O como ese ludópata de El juego del muerto, tan cotidiano y tan burgués que hasta tiene un bar, pero al que le falta poco para sacar lo peor de sí mismo.

Fonseca, brasileño, nacido en 1925, reconocido por todo Dios fuera de España, y que fue abogado y policía antes de dedicarse a escribir, coquetea con distintos géneros en estos cuentos: algo de ciencia ficción, un par de relatos de época o históricos, y sobre todo, mucho negro o policiaco, con asesinos a sueldo, detectives y hasta una crónica de sucesos.

Pero, eso, el género, da igual.

Incluso el argumento, siempre impecable, más que impecable, también incuestionable, esas historias que te mantienen pegado al papel.

Da igual.

O la forma en que el cabrón lo llena todo de silencios y de información fundamental que nunca será revelada.

Da igual.

Son sólo detalles, pijadas, tecnicismos

Lo que importa es Fonseca, que haga lo que haga, es siempre Fonseca, y que parece casi una fuerza de la naturaleza.

Fuerza de la naturaleza desatada y en busca de venganza, como sus personajes.

¿Vengarse de su anterior libro, que fue censurado en Brasil a mediados de los setenta y que tardó doce años en volver a editarse?

Quizá sea de eso.

O quizá no.

Quizá haya que vengarse más bien da la miseria, del miedo, de la rabia, de todo el horror que le rodea a él y que nos rodea a nosotros.

Vengarse, igual que un salvaje, o igual que un contrafóbico: sucumbiendo de forma voluntaria antes de que te obliguen a ello, enfrentándote a eso que tanto temes, entregándote a lo que no soportas y finalmente, convirtiéndote en tu enemigo.

O sea, convirtiéndote en la miseria, el miedo, la rabia y el horror.

(Rabia, también, la que se siente al saber que este libro fue escrito en 1979, que Bruguera lo publicó en España por primera vez en 1980, que luego hubo una edición en 1985, y que desde entonces, estaba descatalogado. Rabia y estupor. ¿Cómo hemos podido vivir tantos años sin leerlo? Quizá mañana hablemos de eso y de cómo el libro electrónico me está cambiando la vida.)

domingo, 4 de octubre de 2009

Nueva postal desde la playa (pero esta vez escrita a la vuelta y con un par de cosas de Angélica Liddell)


Otro viaje.

Otro avión.

Otra noche de hotel.

"Sentimientos de muerte inminente me acosan", como diría el colega.

Llevo sólo dos libros y uno me tiene abducido: El cobrador, de Ruben Fonseca, editado por RBA.

La esperanza, más que esperanza, la fe que tenía en él se ha visto recompensada.

Hasta me ha permitido soportar las turbulencias del vuelo y llegar vivo aquí.

Pero eso, mejor lo cuento otro día.

Ahora es sábado por la noche, son apenas las doce y ya estoy en el hotel.

El minibar se ha roto.

Las tormentas de la semana pasada, me explican en recepción y se ofrecen para subirme lo que quiera.

Pido un par de cervezas.

Cuando llegan, cambio a Fonseca por el otro libro: son dos poemarios publicados por Eugenio Cano Editor. Uno se llama Frankenstein y el otro, La historia es la domadora del sufrimiento: 2006.

Los escribe Angélica Liddell.

Alguien me habló de ella hace unos años, me dijo: te gustaría, es muy bestia, y dice mucho puto y puta, follar... Habla peor que tú.

Lo que pasa es que ella se dedica al teatro (escribe, actúa, dirige) y eso a mí me da bastante grima.

Volviendo al sábado, con las dos cervezas, abrí al azar su libro y leí:
No salgas.
Tu dulzura no coincide con el tamaño de tus dedos.
Ahí fuera eres cuerpo sobre todo,
cicatrices que ellos tomarán por surcos donde clavar las azadas.
Qué explicación darán tus rotos.

No salgas.
La habitación es la medida.
Que más para vivir.
Deberíamos quedarnos mirando las paredes como pájaros tranquilos.
Deberíamos aprender a vivir en habitaciones cerradas,
sin puerta,
no existiría más mundo que el nuestro.
Y sería grande.
No envidies la dicha de los demás.
Aprende a estar solo.

No salgas.
Hay hombres en la ciudad.
Les germinan piedras en las manos,
van tan cargados de piedras crecientes que no puedes coger nada más.
¡No quieras conocer el color de tu sangre!
Ya de vuelta a casa, me meto en su blog y me río mucho con esto.

Sí que habla mal Angélica.

Me gusta también su forma de interpretar las películas.

Aunque yo nunca iría a ver una de Isabel Coixet.

Por el mismo motivo por el que nunca voy al teatro.

Aunque seguramente esté equivocado.

viernes, 2 de octubre de 2009

¿Adiós al papel o quizá es el fin del mundo? (mi primera vez con un libro electrónico)


Tengo en mis manos un libro electrónico.

Se llama Sony Reader PRS-300.

Llevo un par de horas con él.

Nunca había utilizado uno.

Me gusta la pantalla.

Es cierto eso que dicen: la sensación es idéntica, o muy parecida, a la del papel, se lee muy bien.

No tiene nada que ver con la lectura en una pantalla convencional: no cansa la vista.

Es un modelo muy básico y me ha dado bastantes problemas para entenderse con mi ordenador (un Mac).

De hecho, aún no he conseguido manejar el programa que incluye para gestionarlo y leer archivos .doc.

Pero me las he apañado para cargar un par de cosas.

Ese es el gran problema: ¿qué coño le cargas?

He mirado por Internet, muy poco, a ver qué había.

Quería probarlo y he perdido rápido la paciencia.

Al final, le he metido unas galeradas sin corregir que me mandó el otro día una editorial.

Es un archivo en formato pdf.

Al principio, se echa de menos el libro.

Y cosas (en este modelo) como no poder subrayar.

O no ver la página completa: porque el tamaño de la pantalla, demasiado pequeño, te exige ampliar para leer la tipografía y pierdes la referencia.

Es una sensación extraña.

Como un mono con un teléfono por el que escucha cómo grita la mona a la que se quiere follar.

Lo mira, lo agita, le da vueltas, no termina de entenderlo.

Choca con él.

Pero no puede quitarle las manos de encima.

El libro electrónico, la primera impresión, es un poco así y da igual si tampoco consigues leer de tanto tocar los botoncitos y hacer el gilipollas.

Luego me he bajado un periódico, el 20 minutos de hoy, también en formato pdf.

Los gráficos y las fotos se ven en blanco y negro con una calidad más que digna.

Pero leerlo ha sido imposible.

El problema viene al ampliar la página: el pdf se decuajeringa.

No amplía por zonas.

Las fotos desaparecen, las tipografías se van de paseo.

Adiós a la página.

Y todo se vuelve muy lento.

Ahora he dejado un segundo el blog y me he vuelto a meter en Internet.

Basta teclear en google "libros electrónicos gratis" para descubrir un mundo, hasta ahora, desconocido para mí: la piratería de libros.

Tienes bastantes cosas: Larsson, Stephenie Meyer, Paolo Coelho...

Y Conrad, Patricia Highsmith, Xavier Velasco, Anthony Burgess, Dante...

Cito sólo algunos nombres que he visto.

Acabo de hacer la prueba con Larsson.

Me he descargado La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina en menos de un minuto.

Luego he arrastrado el archivo hasta el libro electrónico.

La operación también ha tardado menos de un minuto.

Es, en efecto, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina.

Se lee de puta madre.

No chocas con nada.

El mono ya no busca a la mona: lame y besa el teléfono.

Se acaba de enamorar.

Y yo creo que me acabo de cargar el fenómeno editorial del año.

El que va a cuadrar las cuentas del Grupo Planeta y todas las librerías de España.

Creo que acabo de joder, en menos de dos minutos, toda la industria.

Sí, la industria.

No la cultura.

No la literatura.

Creo que esto es el fin.

Creo que, en cinco años, estáis y estamos todos en la puta calle, peleándonos por unos cartones con nuestros colegas de las disqueras.

Y ya que cada uno decida si es una buena o una mala noticia.

A mí me basta con jugar a Nostradamus.