martes, 29 de diciembre de 2009

Tengo armas en mi cerebro (sobre 'Autorretrato', de Édouard Levé)


Leo Autorretrato, de Édouard Levé, traducido por Julia Osuna Aguilar y editado por 451 Editores.

Autorretrato es una variación de Me acuerdo, el libro en el que el pintor Joe Brainard iba diciendo todo el rato me acuerdo de esto y me acuerdo de aquello y me acuerdo de lo de más allá, y así te contaba su vida.

Pero Autorretrato es mejor.

Levé no dice todo el rato me acuerdo.

Y quizá por eso él sí que resulta hipnótico.

Levé escribe un largo, larguísimo párrafo de más de cien páginas, empalmando unas frases con otras, habla de sus amores, sus viajes, sus recuerdos, sus gustos, sus costumbres, sus manías, lo que ha visto o vivido, las personas con las que se ha cruzado...

Levé, a veces, resulta tan trivial que hasta te sonroja. Puede pasarse páginas y páginas diciendo no sé qué de los Levi´s 501, o que se corta el pelo a sí mismo, o sus dificultades para mear en un urinario público cuando hay alguien delante. Pero luego te suelta una de esas confesiones que te hiela sangre.

Sí, te hiela la sangre.

Y lo hace como si nada.

Levé es un exhibicionista, claro.

Y Levé, como todos los exhibicionistas, está desesperado.

Levé se mira a sí mismo, se analiza, se abre en canal, intenta comprenderse.

Lo que pasa es que Levé lo hace en público, se muestra, se expone, se acaba convirtiendo en libro.

Levé también acabó suicidándose dos años después de publicar Autorretrato, y leyéndolo, lo entiendes, pobre, se veía venir, te dices, como una abuela.

Levé escribe: "No me sé los nombres de las estrellas. A menudo me propongo memorizar textos largos para entrenar la memoria. Contemplo los seres fantásticos de las nubes. No he visto ni un géiser, ni un atolón ni una fosa submarina. No he estado en la cárcel. Me gustan las luces tamizadas".

Y de repente suelta algo tan bonito como "Tengo armas en mi cerebro". O "En la playa las chicas suscitan en mí menos deseo que en una biblioteca. Me gustan los museos, sobre todo porque me agotan. No hago predicciones". O "Puede que escriba este libro para no tener que volver a hablar". O "No explico. No justifico. Voy rápido". O "Prefiero acostarme a levantarme, pero prefiero vivir a morir".

Y así muchas, muchísimas otras cosas.

Levé hace una especie de Canto a mí mismo, pero sin ese entusiasmo agotador y tan yanqui de Walt Whitman.

Todo lo contrario.

Lo de Levé se parece más a esas larguísimas listas que escribía Scott Fitzgerald en sus noches de insomnio, cuando ya lo había perdido todo y necesitaba algo, lo que fuera, que atrapar.

O a lo que agarrarse.

Levé dice: "Toda la música de Daniel Darc, de Durutti Column, de Portishead, de los Doors y de Dominique A va conmigo".

Yo me quedo con Portishead, aunque últimamente, cada vez que sale una canción suya en el aleatorio del ipod, procuro evitarla y salto a la siguiente:

domingo, 27 de diciembre de 2009

Humor, terror y revolución (sobre 'Aire Nuestro', de Manuel Vilas)


Por fin.

Dejamos de llorar, de gruñir y de quejarnos.

No más villancincos ni antivillancicos ni felicitaciones navideñas más o menos camufladas ni nada que se le parezca.

Hablemos de un libro.

Un buen libro.

O más que eso, más que un buen libro quiero decir.

Porque quizá los buenos libros ya no sirvan de nada.

Atentos todos a esta novela, artefacto literario, o lo que sea: se llama Aire Nuestro, la ha escrito Manuel Vilas y la publica Alfaguara.

Aire Nuestro es una cadena de televisión de mediados del siglo XXI. Según nos dice Vilas en el arranque: “una cadena de alta cultura televisiva y también de alta costura de las enfermedades del futuro”.

Y a partir de ahí, nos propone un ejercicio de zapping por sus distintos programas y documentales, que nos lleva al pasado y al futuro, a un viaje que hace Johnny Cash por la España de los años 70 y a la agonía de Juan Carlos I en 2022. También hay paradas en el más allá, donde ningún cineasta quiere tratar a Sergio Leone o donde Manuel Vilas, padre del autor, le recuerda a su hijo sus orígenes y la revolución que aún tiene pendiente.

Hay además inmigrantes a los que la ansiedad les impide realizar su trabajo en el matadero, puticlubs llamados La Generación del 27 y hasta un empleado de la construcción que en sus horas libres se dedica a escribir y acaba convirtiéndose en el último estalinista sobre la faz de la tierra.

Aire Nuestro comparte muchas cosas con las Nocillas: un mismo sello editorial, los piropos que se dedican mutuamente Vilas y Fernández Mallo y el rollito posposmoderno, que podría caracterizarse simplificando mucho como: fragmentario, sin un argumento en sentido tradicional y con un universo de referentes pop, afterpop o como quieras llamarlos, en común.

Pero no, Aire Nuestro es otra cosa.

Hay algo muy raro y potentísimo en este libro: el sentido del humor.

Sentido del humor que va mucho más allá del chascarrillo cultureta (que sí, que también tiene bastante de eso y hasta habrá a quien Aire Nuestro se le atragante con tanto chiste sobre Cernuda, tipos llamados Manuel Vilas o Juan Carlos III).

Pero no, el sentido del humor en este caso es lucidez y una manera de mirar el mundo, en general, y a España, de forma mucho más concreta.

El sentido del humor de Vilas no es que se vuelva serio o que sea inteligente, como si siempre hubiera que buscarle una excusa o un disfraz al humor, el sentido del humor de Vilas es que crea todo un mundo, este Aire Nuestro, tan chocante, tan disparatado, tan revolucionario en muchos sentidos, también y sobre todo, en sentido político, tan cargado de mala leche y además, y a ratos, aterrador.

Porque Aire Nuestro es un libro político, muy, muy político, aunque no de forma maniquea o evidente. Más bien como si una de las principales fuerzas que sustenta todo este universo y le da sentido e inquieta al lector, sean esas palabras que Manuel Vilas padre le dice a Manuel Vilas hijo desde el más allá: "Recuérdales que eres un revolucionario y que eres comunista y que vas a matarlos a todos".

Y al final, a mí, como me ocurrió con la última de las Nocillas, la sensación que me queda es la de haber leído un relato de terror. O un conjunto de relatos de terror.

Aquí también, en muchos, muchísimos momentos, terror posposmoderno, no me repito, esto ya es muy largo, quien quiera comprobarlo, que se acerque a la librería y lea de extranjis capítulos tan acojonantes como Final de la Eurocopa: 29 de junio de 2008 o mejor todavía, Return To Sender.

Sí, Return To Sender, igual que la canción de Elvis que obsesiona a todos los que conducen un SEAT 850, que en su día perteneció al roquero patrio Tony Lomas pero que acaba convirtiéndose en un patíbulo o un imán para los cadáveres. Insisto, acojonante, por bueno, buenísimo, y por el mal rollo que te mete en el cuerpo.

jueves, 24 de diciembre de 2009

No es un villancico, son dos borrachos peleándose y la mejor canción sobre la navidad que se ha escrito nunca

Se llama Fairytale of New York (cuento de hadas de Nueva York), por la novela A Fairy Tale of New York, de J. P. Donleavy.

Es del grupo The Pogues. La escribieron Shane MacGowan y Jem Finer. La cantan Shane MacGowan (él) y Kirsty McColl (ella).

A mí me emociona hasta cuando la escucho en agosto.

Debajo del vídeo va la letra traducida por Pablo Badía, aunque con algún cambio hecho por mí al meterla en el blog. La copio del libro The Pogues (Ed. Cátedra), de Ann Scanlon.

Y con esta entrada, cierro el tema navideño.

La próxima, sobre la novela Aire Nuestro, de Manuel Vilas (que no es primo mío), y así nos reímos todos.

Sed buenos hoy y mañana, no os peguéis con los vuestros, no lloréis demasiado por todo lo que habéis perdido, bebed y comed mucho, tanto como os haga falta, pero cuidado con los atragantamientos. Lo importante, como siempre, es luego poder contarlo.


Era el día de Nochebuena,
en aquel bar de borrachos.
Un viejo me dijo que no vería un día más,
y cantó una canción,
The Rare Old Mountain Dew,
y aparté la vista de él
y empecé a soñar contigo.

Tuve un golpe de suerte
gané dieciocho contra uno.
Tengo el presentimiento
de que éste va a ser nuestro año.
Así que, Feliz Navidad.
Te quiero, cariño.
Veo mejores tiempos,
en los que todos nuestros sueños se harán realidad.

Ellos tienen coches
grandes como camiones.
Tienen ríos de oro,
pero los vientos soplan
directamente hacia ti.
No es lugar para viejos.

La primera vez que me cogiste la mano,
en una fría Nochebuena,
me prometiste
que Broadway me estaba esperando.

Eras atractivo.
Tú eras guapa,
la reina de Nueva York.
Cuando el grupo terminó de tocar,
el público aullaba pidiendo más.

Sinatra estaba cantando,
todos los borrachos estaban cantando.
Nos besamos en un rincón
y bailamos toda la noche.

Los chicos del coro del NYPD
cantaban Galway Bay,
y las campanas repicaban
por ser el día de navidad.

Eres un vago,
eres un punk.
Tú eres una vieja puta asquerosa,
ahí echada, medio muerta, chorreando alcohol
en esa cama.

Montón de mierda,
repugnante gusano,
piojoso maricón barato.
Feliz Navidad para tu culo.
Le pido a Dios
que éstas sean las últimas.

Podría haber sido alguien,
como todo el mundo,
pero tú me quitaste mis sueños
el mismo día que nos conocimos.

Yo todavía los conservo
y me los guardo para mí.
Pero no puedo hacerlos realidad
porque he construido todos mis sueños alrededor tuyo.

martes, 22 de diciembre de 2009

Navidad: horror inexplicable (Luis Alberto de Cuenca y la angustia del hombre católico y de derechas frente a estas fechas tan entrañables)


Seguimos con el tema de la navidad.

¿Cómo hablar de otra cosa si hoy he tenido que madrugar y los putos niños de san Ildefonso no se han callado en toda la mañana?

Pero hoy quiero acordarme de esa minoría silenciosa que también lee este blog.

Algunos casi de forma vergonzante.

Hoy quiero acordarme, con todo mi cariño, de los votantes del PP, los simpatizantes del Opus Dei, los reaccionarios ilustrados (sí, al menos existe uno en España, o quizá sean dos), los oyentes convencidos de la Cope (o Intereconomía, o lo que más les mole ahora), las madres valores de los Legionarios de Cristo (sí, ellas también existen y las hay rubias y desesperadas), y en general, todas las personas de orden que me quieren y me aguantan o han aguantado en un pasado dolorosamente reciente mis impertinencias.

Porque ellos, al llegar la navidad, también sienten ese profundo malestar.

Profundísimo malestar, que es tristeza, es asco y es sobre todo, angustia.

Pero en su caso, peor, porque debe ser muy jodido creer que está naciendo tu Dios, que además nace para salvarte y que tú se lo pagas encontrándote tan, tan mal, tan miserable, de tan mala leche y con tantas ganas de llorar.

Lo bueno es que no estáis solos: Luis Alberto de Cuenca está con vosotros.

Él, que participa en las tertulias de Garci, que dirigió la Biblioteca Nacional con Aznar y que escribe a la Virgen del Carmen, a España y hasta al barrio de Salamanca, os presta su voz con este poema, Navidad, que corto y pego de su libro Sin miedo ni esperanza, editado por Visor.

Otro día prometo incluir alguna cosilla más graciosa de de Cuenca, algo que hable de sus ex novias, sus amigos muertos o los perros muertos de sus ex novias (para mí, su gran especialidad).

Y mientras, os quiero, recordadlo bien, os quiero a todos, representantes de la otra España, os quiero siempre, os querré incluso cuando volvamos a matarnos por los pueblos, las ciudades y los polígonos industriales de este país tan católico que vive permanentemente enganchado a la tragedia, al fanatismo y a la sangre.

Hasta a veces estoy tentado de pasarme a vuestro bando.

Pero sólo a veces.

O sea, que este desliz o confesión navideña mía no se os suba a la cabeza.

Ahí va el poema:
Todo vive en la Tierra porque antes ha vivido
en el Cielo. Los astros rigen nuestra aventura
por las calles del mundo. Numeran nuestras actos,
eligen al azar nuestras melancolías
y nuestras ilusiones, escriben nuestra historia
en un libro siniestro que tiene, en de vez de páginas,
manchas incomprensibles, y un día nos despiden
de las cosas que amamos porque ha llegado el tiempo
de morir, alojándonos en el vertiginoso
remolino del caos, donde la Nada reina.
No sé las Navidades que tendré que vivir
antes de reintegrarme al agujero negro
donde siempre es de noche, pero sí sé que en estas
fiestas en que la luz vuelve de su destierro
a decirnos que aún es posible el milagro
de la de resurrección, es cuando me he sentido
y seguiré sintiéndome más cerca de la muerte
que nunca. Navidad: horror inexplicable
con que los astros dan por terminado el año.
(La foto, sí, es de la nevada de la otra noche en Madrid.)

domingo, 20 de diciembre de 2009

Jesusito de mi vida, tú eres punki como yo (en busca del antivillancico perfecto)

Tiene gracia la campaña que han hecho los ingleses para convertir Killing in the name, de Rage Against the Machine, en la canción de las navidades.

Al final lo han conseguido
y este año el ganador de Factor X, y su todopoderoso patrón, Simon Cowell, tendrán que conformarse con el segundo puesto en la lista de los más vendidos.

Killing in the name es una gran canción navideña: habla de cruces ardiendo (las del Ku Klux Klan), repite hasta la extenuación: "que te jodan, no voy a hacer lo que me dices" y está llena de rabia y mala leche.

Coincide en todo con eso que ha dicho hoy el Papa: "la navidad no es un cuento para niños".

Cuelgo el vídeo oficial, de principios de los 90:



Molan Rage Against the Machine.

Mola también una cosa que se hizo por aquí en los 80, un disco que se llamaba Navidades radiactivas con villancicos, más o menos punkis, más o menos modernos, más o menos traviesos, de la época.

Yo le tengo mucho cariño a éste, Afunfun Afanfan, de Siniestro Total, que entonces sonaban muy bien:



Tampoco está mal este otro, de Seguridad Social, sí, el mismo tío que ahora hace cosas así, es el que convierte a Herodes en un fan fatal y canta la frase que hoy sirve de título para esta entrada: "Jesusito de mi vida, tú eres punki como yo".



El resto del disco lo tienes en YouTube, en itunes si quieres pagar por él y supongo que en mil sitios más de gratis.

(No, de nada sirve negarlo: la navidad ya está aquí. No me pidáis que hable de libros.)

jueves, 17 de diciembre de 2009

10 libros sin los cuales 2009 hubiera sido mucho peor (o sea, la lista que hace todo el mundo con los mejores del año)


1. El mejor: Nunca pensé que fuera a hacer esto, ni una lista ni mucho menos a elegir un libro, sólo uno, como el que más me ha gustado este año.

Pero al repasar el blog y otras cosas, lo he visto claro.

Y sí, es arbitrario, es injusto y seguramente también un tontería.

Interprétalo como eso tan bonito que decía el otro día Manuel Rodríguez Rivero en Babelia: "Las listas de los "mejores" (o más "importantes") libros sirven para poco más que para registrar el coyuntural y momentáneo estado de opinión (y a veces de ánimo) de quienes las elaboran".

Pues eso, cuestión de ánimo.

Y lo peor, el elegido es un libro del que ni siquiera he hablado aquí. Es de febrero, anterior al blog. Se llama Los vivos y los muertos, de Edmundo Paz Soldán (Ed. Alfaguara).

Corto y pego lo que dije en otro sitio:
De qué va. Tim, héroe del equipo de fútbol del instituto, acude a una cita con la novia de su hermano cuando se salta un semáforo. A partir de ahí, las muertes se suceden entre los alumnos de secundaria de una población de Estados Unidos. Los chavalines, hipermusculados o góticos, y las cheerleaders serán las víctimas de una ola de suicidios, asesinatos y accidentes sin una conexión aparente. Después de 20 años en Estados Unidos, el boliviano Paz Soldán escribe su primera novela ambientada allí, una obra coral y basada en hechos reales, en la que va mezclando las voces y las historias de todos sus personajes.

Qué nos gustó. ¿Sueño americano?, ¿qué sueño? Muchos ya se han encargado de echarlo por tierra. Paz Soldán lo sabe y va un paso más allá: nos sitúa entre sus escombros, un paisaje en el que los adolescentes acuden al gimnasio de madrugada para encontrarse con el fantasma de su hermano, los entierros tienen como banda sonora a Blink 182 y los adultos “normales” acaban convirtiéndose en psicópatas. La muerte, como en una danza macabra, es la protagonista, pero esta vez prefiere a los más jóvenes. Una magnífica novela que nos recuerda que a Paz Soldán hay que seguirle siempre la pista.
A partir de aquí, los números no significan nada, sólo una forma de ordenar. Esto no es un ranking.

2. Mejor ópera prima: La paz social, de Antonio Doñate (Ed. Caballo de Troya). Aunque también ha estado a punto de llevarse el premio al libro más cabrón de 2009.

Igual que podría haber elegido El heredero, de Mario Catelli (Ed. Bruguera) como mejor ópera prima.

Pero no, prefiero a Doñate.

3. El mas cabrón: Cuentos rotos, de Carlos Herrero (Ed. Barataria).

Y entiéndase cabrón como aquel capaz de removernos algo, o mucho, por dentro, de afectarnos y producirnos un gran y necesario malestar.

4. El más injustamente ninguneado: Oro ciego, de Alejandro Hernández (Ed. Salto de Página).

Resulta imposible saber por qué algunos libros triunfan y otros no, lo que no tiene perdón de Dios, como decía mi abuela, es que a una novela tan, tan buena, tan divertida y con tantas posibilidades como Oro ciego no se le haya hecho ni caso.

Y esta vez sí que no se me va la olla: es una opinión contrastada con unos cuantos lectores y algún que otro librero.

5. Mejor novela negra: La playa de los ahogados, de Domingo Villar (Ed. Siruela).

Y aquí hay que hacer un par de menciones especiales: la fronteriza Tiempo de alacranes, escrita por Bernardo Fernández (Ed. Pàmies), y Delitos a largo plazo (Ed. Mondadori) otro de esos libros anteriores al blog. Lo escribió un tal Jake Arnott y es la primera parte de una trilogía dedicada a un mafioso inglés de los años 6o. Brutal y algo irregular, pero buenísima.

6. El más sorprendente, o el más extraño, o el más tierno: Las primas, de Aurora Venturini (Ed. Caballo de Troya).

Una novela distinta a cualquier otra. Dura, durísima, pero también deliciosa (sí, deliciosa).

7. La recuperación más oportuna: El cobrador, de Rubem Fonseca (Ed. RBA).

Un libro que no es nuevo (de hecho, Bruguera publicó esta misma traducción a mediados de los 80), pero que nos ha permitido descubrir a un autor imprescindible.

8. Mejor cómic: George Sprott 1894 - 1975 (Ed. Mondadori), de Seth, me pareció perfecto. Pero prefiero Papá, de Aude Picault (Ed. Sins Entido). Aún siento escalofríos al recordar esta elegía gráfica que la autora dedica a su padre.

También merece una mención muy especial El destripador (Ed. Errata Naturae) como mejor libro ilustrado del año, con textos de Robert Desnos y dibujos de David Sánchez.

9. Fenómeno editorial del año: Mi Sony PRS-300, tan pequeño y aparentemente tan soso e inofensivo, pero que ya ha empezado a cambiar mi vida. Y de aquí a un año, va a poner patas arriba eso que llaman la industria editorial española.

Y sí, claro, el final de la trilogía Larsson, la novela más floja de las tres, pero de la que también disfrutamos mucho.

10. El mejor final: Nocilla Lab, de Agustín Fernández Mallo (Ed. Alfaguara).

El Proyecto Nocilla se encontraba justo en ese punto tan delicado: o se desinflaba y se demostraba como un auténtico bluf. O se venía arriba y Fernández Mallo nos dejaba pasmados.

Y ocurrió justo lo segundo.

Cierro con una canción de Nacho Vegas.

Juro que estaba justificado, que había un motivo y que hasta tenía un chiste que relacionaba el tema con Fernández Mallo, su blog, el sentido del humor de los modernos, etc.

Pero esto ya se ha hecho muy largo.

Pido perdón de antemano por una canción tan pretenciosa, casi ridícula, o ridícula del todo, pero que tiene su punto, de verdad que sí, y que hasta puede salvarte alguna mañana de esas terribles: bien porque te la creas, bien porque te entre un ataque de risa, o bien porque ocurran ambas cosas a la vez.

Y sí, también va de hacer balance: "es hora de recapitular las hostias que me ha dado el mundo", etc...

martes, 15 de diciembre de 2009

Mi nombre es nadie (Berlusconi sangrante, Ulises, el cíclope y la necesidad de leer la 'Odisea')


Contaba el domingo Miguel Mora en El País que Massimo Tartaglia al ser detenido por estamparle un souvenir a Silvio Berlusconi en la cara había declarado: "Yo no soy nadie".

Berlusconi sangraba con no sé cuántos dientes rotos, y la nariz, se tambaleaba aturdido en brazos de sus guardaespaldas, hacía el amago de plantar cara a todavía no se sabía qué o quién (porque Berlusconi, él mismo lo ha dicho, tiene un par de cojones), se mostraba vulnerable y herido, anciano a pesar de sus implantes de pelo, y todo su maquillaje, y todos sus liftings, y todas sus velinas, y toda su fortuna.

Berlusconi sangraba y su agresor decía ser nadie.

Al final, todas las historias se acaban pareciendo a otra.

Lo que se agradece porque si no, no habría forma de vivir ni de defenderse, y tampoco las historias servirían de nada.

La agresión a Berlusconi se parece a ese episodio de la Odisea: el de Ulises y el cíclope Polifemo.

Un cíclope es un gigante con un solo ojo y muy mala leche, un caníbal, un salvaje.

Homero, al describirlos, insiste en una idea: no respetan ninguna ley.

Los cíclopes, como Berlusconi, hacen siempre lo que les sale de los huevos.

Tradicionalmente, por esa ausencia de leyes, a los cíclopes se les ha considerado representantes de la prehistoria.

Pero bien podrían serlo del capitalismo.

Sobre todo, de sus variantes más abiertamente mafiosas, como la italiana o la rusa.

Berlusconi actúa como un cíclope y Ulises, al ser preguntado por su nombre, responde como Massimo Tartaglia: mi nombre es nadie.

Luego Ulises emborracha a Polifemo, endurece un tronco de olivo en las brasas y ciega al monstruo cabrón que se lo quiere comer a él y a todos sus hombres.

Ulises logra escapar, pero cuando ya está en el barco y se siente a salvo, comete el peor de los errores posibles: en un arrebato de chulería revela a Polifemo su verdadera identidad.

El cíclope acude a su padre, el dios Poseidón y le dice lo que tiene que hacer con ese mortal que se ha atrevido a dañarle. Corto y pego de la traducción de José Manuel Pabón para la editorial Gredos:
Haz, te ruego, que Ulises, aquel destructor de ciudades
que nació de Laertes y en Ítaca tiene sus casas,
no retorne al hogar; y si está decretado que un día
vuelva a ver a los suyos, su buena mansión y su patria,
que sea tarde, en desdicha, con muerte de todos sus hombres,
sobre nave extrajera; y encuentre allí nuevos males.
Y, en efecto, así ocurre: Ulises salva el pellejo pero también se busca la ruina y un viaje que tardará diez años en llevarle junto a su mujer, su hijo y su perro.

Justo el viaje que Homero, o quien sea, cuenta en la Odisea.

Y si no has leído la Odisea, es como si no has leído la Biblia: nunca deberían haberte dejado salir del colegio, suponiendo que los colegios de verdad sirvieran para algo.

Massimo Tartaglia, en cambio, lo tiene más jodido que Ulises.

Para empezar ya ha pedido perdón por carta a Berlusconi.

Y no es ningún héroe, ni siquiera un héroe tan ambiguo y tramposo como Ulises.

Massimo Tartaglia es solo un loco.

¿Y Berlusconi?

Berlusconi, como siempre, sale ganando, y se va aprovechar de esta agresión como se aprovecha de todo.

Berlusconi, convertido ya en víctima, lo tiene muy claro, como demuestran sus primeras declaraciones en el hospital: "ha sido un milagro, porque un centímetro más y hubiera perdido el ojo".

Y tiene razón porque Berlusconi con un solo ojo sería el cíclope perfecto, la gran bestia, y ya sí que no podría engañar a nadie.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Un puente que se llama Samuel Beckett sólo puede acabar hundiéndose


También es peligroso quedarse un sábado por la noche en casa poniendo como excusa todos los trabajillos de mierda que se tienen a medias, o pendientes, o lo que sea, y acabar descubriendo que han inaugurado esta semana un puente en Dublín que se llama Samuel Beckett.

Recuerdas entonces por qué Beckett huyó de Irlanda y por qué huyeron también los demás: nadie fue capaz de entenderles. Ni les entenderán nunca.

Podrían haber llamado Samuel Beckett a una plaza, o un bar, o una biblioteca, o un hospital psiquiátrico, esto último tendría su punto. O mucho mejor, un sendero por el bosque que sólo sirviera para perderse y pasar unos cuantos días desorientado y a la intemperie. O, lo perfecto, perfectísimo, un cementerio de bombines y bicicletas rotas.

Pero nunca, nunca, nunca un puente.

Nunca una de esas estructuras que funcionan como metáfora de la comunicación, la racionalidad, la línea recta como distancia más corta entre dos puntos y el triunfo del hombre sobre su entorno.

A no ser que el puente no lleve a ninguna parte.

O que quieran hundirlo.

O que ya esté roto.

Y mucho menos un puente tan feo y tan hortera como el que les ha colocado nuestro Santiago Calatrava a los irlandeses.

(Excurso arquitectónico: ¿soy el único, aparte de los venecianos, que se siente profundamente ofendido por las cosas que hace el señor Calatrava?, ¿a nadie más le parece su estilo antiguo y desfasado?)

Lo peligroso un sábado por la noche es ponerte a hojear libros de Beckett.

Hojear las novelas: Watt, Molloy, Malone muere, El innombrable, Compañía, Cómo es...

Y lo peligroso es encontrar cartas en ellos recibidas hace más de 15 años.

Cartas de cuando todavía no se usaba el mail.

Pero que podrían haber sido escritas esta misma noche.

De no ser por determinadas ausencias.

Ausencias, o pérdidas, que cada vez pesan más.

Corto y pego de Molloy, un fragmento cómico, en la traducción de Pedro Gimferrer (que imagino que ahora será Pere Gimferrer) para Alianza y Lumen:
Sí, eran otros mis verdaderos puntos débiles. Y desde luego si no enumero ahora su lista impresionante ya nunca la enumeraré. Y en efecto, ya nunca la enumeraré, o tal vez sí, yo creo que sí. Aparte de que no quisiera daros una idea errónea de mi estado de salud que, sin poder ser calificado de brillante, o insolente, era en el fondo de una robustez inaudita. Porque, de otro modo, ¿cómo hubiera podido llegar a la enorme edad que he alcanzado? ¿Gracias a mis cualidades morales? ¿A una higiene adecuada? ¿Al aire libre? ¿A la subalimentación? ¿A la falta de descanso? ¿A la soledad? ¿A la persecución? ¿A los terribles alaridos silenciosos (es peligroso lanzar alaridos)? ¿Al cotidiano deseo de ser tragado por la tierra? Venga, hombre, venga. El destino es rencoroso, pero no tanto. Fijaos en mi madre, por ejemplo. Me pregunto de qué acabó por morirse. Posiblemente la enterraron viva. La mala pécora tuvo buen cuidado de transmitirme todas sus porquerías de cromosomas. Con el cutis plagado de granos desde mi más tierna edad. Bonito, ¿eh? El corazón palpita, vaya si palpita. De mis uréteres ya no os digo nada. Y las cápsulas suprarrenales. Y la vejiga. Y el glande. Madre mía. Os diré una cosa, ya no orino, palabra de honor. Pero mi prepucio, sat verbum, rezuma orina, día y noche, bueno, creo que es orina, huele a riñón. Y yo que había perdido el sentido del olfato. ¿Puede hablarse de mear en tales condiciones? También mi sudor, y me paso el día sudando, huele de un modo peculiar. Y creo que mi saliva, siempre abundante, despide ese olor. Sí, me desprendo de mis toxinas, no será la uremia quien acabe conmigo. Si hubiera una justicia, a mí también me enterrarían vivo, como último recurso.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Hay bares en los que es mejor no entrar (el Café Lehmitz, Anders Petersen y Tom Waits)


Hay bares en los que es mejor no entrar.

Porque si no, luego resulta imposible salir.

Eso le pasó a Anders Petersen.

En 1968 se metió en un garito de St. Pauli, el barrio rojo de Hamburgo.

Había ladrones, vagabundos, putas, travestis... Todos borrachos. O todos drogados. El lumpenproletariat.

Cuenta la leyenda que Petersen pidió un cerveza, se sentó y dejó la cámara de fotos por allí en medio. Fue al baño y cuando volvió, los clientes del bar habían cogido la cámara y se estaban fotografiando los unos a los otros.

Petersen tenía 23 años, había estudiado fotografía y, a pesar de ser sueco, mantenía un vínculo muy estrecho con el barrio y su gente.

Se acercó a los que tenían la cámara y les dijo: ¿por qué no me dejáis a mí que haga las fotos?

Los siguientes dos años los pasó allí, en el bar, el Café Lehmitz, fotografiando a la gente.

Muchas noches hasta se quedaba a dormir, como tantos otros clientes, completamente borrachos o sin otro sitio donde caerse muertos. El Lehmitz tenía una habitación en la parte de arriba con unos cuantos colchones. Al parecer, no cerraban nunca.

Otras veces, Petersen desaparecía durante meses. Se marchaba a Estocolmo, revelaba las fotos, las seleccionaba, etc.

Y después, otra vez al Lehmitz, a seguir haciendo fotos, sí, pero también a compartir las que ya tenía con sus protagonistas, a enseñárselas, a hablar de ellas y conocer mejor a esas personas.

Petersen no era un turista. Petersen no era una ONG o una monja. Petersen no era un paparazzi de la miseria.

Petersen siempre pedía permiso y se identificaba. A Petersen le conocían todos y hasta los ladrones se lo querían llevar con ellos para que les fotografiara mientras daban un golpe.

Lo extraordinario de Petersen, lo que incomoda, lo que conmueve, lo que hace a sus fotografías únicas, es ese respeto, esa forma de mirar, de tú a tú, sin buscar el morbo ni fingir compasión.

Algunas son tan sórdidas y al mismo tiempo tan bellas (sí, bellas), tan sinceras, tan llenas de vida que pueden provocar terremotos en los espíritus más sensibles (de verdad sensibles, quiero decir, no ñoños ni impostores).

Incluso si después del terremoto las sigues mirando, lo más probable es que te acabes reconociendo en todas esas personas, pobres diablos como tú, que ríen o lloran, sufren, se arrastran e intentan divertirse.

Después de esos dos años, Petersen volvió alguna que otra vez al Lehmitz.

Pero ya no era lo mismo.

Casi todas las personas a las que él conoció habían desaparecido.

La mayoría habían muerto, o se habían esfumado sin que nadie supiera muy bien qué fue de ellas.

Otros, en cambio, tuvieron suerte y lograron salvarse. Inge la Rubia, por ejemplo. Rubia por la cerveza y no por el pelo. Esa dio el pelotazo. A Inge le tocó la lotería, se casó y se fue a vivir a Berlín.

Petersen hoy es un fotógrafo reconocidísimo y una de las imágenes del Café Lehmitz sirvió de portada para el disco Rain Dogs, de Tom Waits (en el vídeo de abajo, la puedes ver a partir del minuto 2.47).

Un disco que se cerraba con una canción como Anywhere I lay my head (también en el vídeo de abajo) se merece más que ningún otro una foto de Petersen.

(Y yo hoy hablo de Petersen y del Café Lehmitz porque ayer alguien me regaló un libro que se llamaba así, Café Lehmitz, con más de 80 fotos de la colección y editado por Schirmer/Mosel. Aunque curiosamente no incluye una de mis imágenes favoritas, la que encabeza esta entrada. La tengo en el escritorio de mi ordenador. Me obsesiona. No consigo entenderla: ¿cuál está más enamorado de los dos?, ¿y más enfermo?, ¿quién es el lobo y quién es el cordero?, ¿recordarán algo a la mañana siguiente? El que quiera, puede seguir todo el fin de semana haciéndose preguntas al respecto. Y gracias, mil veces gracias, a quien hoy ha hecho posible esta entrada.)

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Caspa, grandeza y novela negra (sobre 'Impar y rojo', de Óscar Urra)


Tengo pilas y pilas de libros que me apetece leer.

Pilas que casi parecen montañas y que cada día se hacen más altas.

Resulta difícil escoger.

No tengo ni tiempo ni fuerzas para leerlos todos.

Cuando cojo uno y me siento con él en el sofá, creo que ya lo he dicho alguna otra vez, sólo espero que me guste, y que me sorprenda y que, al acabar, tenga un montón de cosas buenas que decir.

Yo lo que quiero (y perdón por la cursilería) es enamorarme de cada libro.

Y si esto no ocurre, es como si me partieran el corazón.

Me pongo triste, se me tuerce el gesto, me entra la mala leche y me acabo cagando en todo.

Lo que pasa es que hay libros que no sabes qué hacer con ellos: no te enamoran ni te dan ganas de quemarlos.

Eso son los peores.

O te enamoras de ellos y, al mismo tiempo, quieres quemarlos.

Esos son los mejores.

O, lo más extraño, empiezas con cierta ilusión, pero luego se te vienen abajo, o te cabrean, te peleas con ellos, y al final, acabas completamente rendido.

Entregadito por sus defectos.

Esos no los olvidas nunca.

Como si fueran una novia coja, o bizca, o con extrañas cicatrices por todo el cuerpo.

A mí es lo que me ha pasado con Impar y rojo, de Óscar Urra y editado por Salto de Página.

Impar y rojo es una novela negra, la segunda protagonizada por un detective que se llama Julio Cabria.

Detective ludópata, amante de la canción francesa (escucha a Brassens y a Brel), habitual de la filmoteca y lector empedernido de los clásicos (se entretiene con el teatro de Feijoo, conoce la pasión necrófila de Cadalso o cita El diablo cojuelo, como este blog).

Cabria se mueve en ese territorio indefinido, entre la caspa y cierta grandeza, grandeza muy de andar por casa, la única posible, grandeza moral de la caspa cuando se revuelve contra sí misma y decide hacer justicia y poner las cosas por una vez en su sitio.

Un territorio perfecto para la novela negra.

En este caso, la historia arranca con dos muertos, un proxeneta y un cura, los dos han aparecido asesinados junto a una carta: un joker, o sea, un comodín. Para resolver el caso, la policía recurrirá a los servicios de un detective privado, el ya mencionado Julio Cabria.

Lo primero que no me gustó de Impar y rojo es que es muy literaria. A ratos, incluso, demasiado literaria. Pelín forzada, como si Urra necesitara demostrar lo bien que escribe.

Y unido a lo anterior, de ritmo lento, demasiado descriptiva.

Mientras leía la primera parte me planteé varias veces dejarla.

No terminaba de arrancar.

Pero había algo que me animaba a seguir.

Tampoco me gustó lo que tiene de continuación de A timba abierta, primera entrega de las andanzas de Julio Cabria.

Impar y rojo está demasiado vinculada con ella. No es una historia independiente. Se trata, más bien, de una segunda parte, aunque plantee un caso distinto.

Y yo no había leído A timba abierta.

Urra se esfuerza por informar al lector sobre lo que ocurrió en la otra novela, o recordárselo, pero yo me sentía fuera: demasiados recuerdos, demasiadas aclaraciones, demasiadas vueltas atrás en el tiempo. Y el libro aún sin arrancar.

No, el libro no estaba arrancando, estaba haciendo algo mucho mejor, estaba construyéndose a sí mismo.

¿Qué es una novela negra?

Una novela negra, más que una historia de polis y cacos, es en realidad un paisaje moral, un clima, una atmósfera, un lugar en el que quedarse a vivir cuando funciona.

Por eso, en la novela negra más que en ningún otro género se hacen entregas y entregas con los mismos personajes y se inventan nuevos casos que no son más que excusas para que el autor y sus lectores puedan seguir instalados en ese mundo en el que tan a gusto se sienten, y en el que puedan dar rienda suelta a su melancolía, o a su furia, o a su frustración, o a su afán justiciero, o a lo que sea.

Y entonces, al llegar a la segunda parte, Impar y rojo da un giro y se pone en marcha.

Por fin arranca y se lo lleva todo por delante.

Y lo primero que encuentra en su camino eres tú, lector.

Literalmente, Urra te arrastra y todo eso que parecían defectos (demasiado literaria, de ritmo lento, etc) se convierten en un solar. Solar sobre el que, a partir de ese momento, se va a dar ese algo (atmósfera, clima o paisaje) en el que, ahora sí, querrás quedarte a vivir.

Y da igual si la resolución del caso te gusta o no, si resulta creíble o si sientes que te han hecho trampas, porque con todos sus defectos, o a pesar de ellos, o precisamente por ellos, Urra ya te ha ganado. Urra ha escrito una buena, o buenísima, novela negra.

Y además, luego viene uno de esos maravillosos epílogos en los que la caspa se revuelve contra sí misma y sueña con vengarse y darle a los malos lo que se merecen. Atmósfera o clima moral. Y aunque no lo ponga, lees al final esa palabra mágica: continuará. Y tú cierras el libro jodido. Pero jodido por un único motivo: porque quieres más y sabes que aún vas a tener que esperar muchos meses hasta que te ofrezcan la próxima entrega de este Julio Cabria. Un Julio Cabria que, mucho cuidado, la próxima vez que te lo encuentres va a llevar una Glock 19 en la mano y toda la rabia del mundo...

Cierro con una canción de Léo Ferré, Thank you Satan, que sirve de banda sonora para la escena más extraña de toda la novela:

lunes, 7 de diciembre de 2009

Dos películas muy literarias que aún no vas a poder ver y otra que no tiene libro detrás pero que ya deberías haber visto

Veo en El País el trailer de Una educación, película escrita por Nick Hornby que estrenan a finales de febrero.

Aquí debajo el trailer en versión original subtitulada:



No es la adaptación de una de sus novelas, es un guión original.

A mí Hornby (el de Alta fidelidad) no siempre me gusta, a veces es un poco pesado, pero me cae bien y me hace gracia.

Es de los pocos que se puede plantear una historia como la de la película: la relación de amor entre una adolescente y un tío maduro sin un componente perverso.

O sea, crear algo así como una antilolita, o darle la vuelta al mito, o lo que sea.

Ella es lista y real (por lo que parece), no una pequeña putita.

Él es listo y real (por lo que parece), no un tarado ni un gran cerdo.

Me apetece verla.

También en febrero (el 5) se estrena La carretera, basada en la novela de Cormac McCarthy:



Pero esa no voy a verla.

Sufrí tanto leyendo el libro (sí, sufrí), me conmovió hasta tal punto, que sería una especie de traición a McCarthy.

¿Cómo se puede poner en una película algo así?:
Salió a la luz gris y se quedó allí de pie y fugazmente vio la verdad absoluta del mundo. El frío y despiadado girar de la tierra intestada. Oscuridad implacable. Los perros ciegos del sol en su carrera. El aplastente vacío negro del universo. Y en alguna parte dos animales perseguidos temblando como zorros escondidos en su madriguera. Tiempo prestado y mundo prestado y ojos prestados con que llorarlo.
La carretera es eso: "La fragilidad de todo por fin revelada".

O, como dijo otro, una película de Mad Max escrita por Samuel Beckett.

Y también, y sobre todo, una de las mejores historias de amor entre un padre y un hijo que se han escrito jamás.

Cuando la estrenen, seguimos hablando de McCarthy y de La carretera.

Más cine, ya que estamos en mitad del puente, iros esta noche a ver una película que se llama (500) Días juntos.

O bajárosla de Internet.



(El trailer subtitulado aquí)

Parece una de esas tonteriitas en plan comedia romántica.

Pero no lo es.

Ni de coña: es divertida, divertidísima, y terrible, y real.

¿Como la vida misma?

No, porque es además inteligente.

Y está contada de maravilla.

Y tiene una banda sonora con canciones como ésta, de Regina Spektor, perfecta para reconciliarse con el rollo moderno después de unas cuantas semanas enganchado a Glenn Gould.



Ale, a divertirse, que luego vendrán las navidades y será peor.

Mucho peor incluso.

Insoportable.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Mi cicatriz contra tu agujerito (premio a la Peor Escena Sexual de Ficción 2009 y unos apuntes sobre la muerte de la industria cultural)

Me entero por Celebitchy (un sitio de cotilleos yanqui) que Literary Review (revista inglesa de libros) ha entregado un año más su premio a la Peor Escena Sexual de Ficción.

Entre los nominados había tres candidatos al Nobel: Philip Roth, John Banville y Amos Oz.

También estaba Nick Cave.

Aprovecho para poner una bonita canción suya:



Al final, se lo han dado a Jonathan Little por este fragmento de Las benévolas. Corto y pego de la edición española, publicada por RBA y traducida por María Teresa Gallego Urrutia:
Tenía la vulva a la altura de mi cara. Los labios menores asomaban algo de la carne pálida y abombada. Aquel sexo me miraba, me espiaba como una cabeza de Gorgona, como un cíclope inmóvil cuyo ojo único no parpadea jamás. Poco a poco, aquella mirada muda me caló hasta la médula. Se me aceleró la respiración y alargué la mano para ocultar el ojo, ya no lo veía, pero él me seguía viendo y me desnudaba (aunque ya estaba desnudo). Si por lo menos consiguiera empalmarme, pensaba, podía usar la picha como una estaca endurecida al fuego y cegar a aquel Polifemo que me convertía en Nadie. Pero mi verga seguía inerte y yo estaba como tocado de estupor. Alargué el brazo, estiré el dedo medio y lo introduje en aquel ojo gigantesco. Las caderas se movieron levemente, pero nada más. No sólo no lo había reventado, sino que, antes bien, lo había desorbitado, liberando la mirada del otro ojo que se ocultaba detrás. Se me ocurrió entonces una idea: saqué el dedo y, propulsándome con los antebrazos, arrimé la frente a aquella vulva, apoyando mi cicatriz en el agujero. Ahora era yo quien miraba por dentro, quien rebuscaba en las profundidades de aquel cuerpo con mi tercer ojo resplandeciente, mientras su ojo único resplandecía hacia mí y, de esa forma, nos cegábamos mutuamente: gocé sin moverme, en un desmesurado salpicar de luz blanca, mientras ella gritaba: «¿Qué haces? ¿Qué haces?», y yo me reía a mandíbula batiente, y el esperma me seguía brotando de la verga en largos chorros; exultante, le mordía la vulva a dentelladas para tragármela, y al fin se me abrían los ojos y todo se les hacía inteligible y lo veían todo.
Los finalistas los puedes leer en inglés aquí.

Me hubiera gustado cerrar con una propuesta alternativa, algo de Mientras duerme el tiburón, de Milena Agus, tan cursi, tan sádica, tan reaccionaria.

Pero llevo más de una hora buscando el libro y no lo encuentro por ninguna parte.

En lugar de eso, algo más duro y antipático, un fragmento de Dialéctica de la ilustración, obra de los años 60 en la que dos marxistas, o neomarxistas, o como quieras llamarlos, Max Horkheimer y Theodor Adorno, hablan por primera vez de ese concepto que ahora repiten todos fascinados a cuenta de Internet y los delirios totalitarios de la ministra: LA INDUSTRIA CULTURAL.

¿Cómo qué?

Como engaño de masas.

Resulta extrañamente profético leer justo hoy algo así. Y hasta reconfortante:
En la industria cultural desaparece tanto la crítica como el respeto: a la crítica le sucede el juicio pericial mecánico, y al respeto, el culto efímero de la celebridad. No hay ya nada caro para los consumidores. Y sin embargo, éstos intuyen a la vez que cuanto menos cuesta una cosa, menos les es regalado. La doble desconfianza hacia la cultura tradicional como ideología se mezcla con la desconfianza hacia la cultura industrializada como fraude. Reducidas a mera añadidura, las obras de arte pervertidas son secretamente rechazadas por los que disfrutan de ellas, junto con la porquería a la que el medio las asimila.
O si prefieres, un poco más adelante:
Los motivos son, por supuesto, económicos. Es demasiado evidente que se podría vivir sin la entera industria cultural: es excesiva la saciedad y la apatía que aquélla engendra necesariamente entre los consumidores.

martes, 1 de diciembre de 2009

Amor, demonio y carne (sobre 'Las crudas', de Esther García Llovet)


Las crudas es una historia de amor que empieza con un velatorio.

Para enamorarse, todo el mundo lo sabe, hace falta un cadáver.

Real o figurado.

Pero lo más reciente y cercano posible.

Lo siguiente que pasa es que el protagonista, un cocinero llamado Romo Esmiz, se pone a preparar un steak tartare para reanimar al viudo.

Para enamorarse, todo el mundo lo sabe, es mejor tener las manos manchadas de sangre.

Real o figurada.

Pero lo más fresca posible.

Después, ya sí, Romo ve a una mujer, mulata, con el pelo rapado al uno, vestida de verde camuflaje y con sandalias de tiras.

La ve, con la imagen aún fresca de la muerta en la memoria y con las manos manchadas de sangre, y se enamora, claro.

Eros y Tánatos, follar y matar, ser consciente de la propia finitud y buscar la salvación (o quizá simplemente el olvido) en algún otro cuerpo...

Llámalo como quieras.

Incluso puedes llamarlo amor.

Exagero, como siempre, pero con un principio así, te crees todo lo que viene después.

Y eso no es fácil en una historia de amor.

El gran acierto de Esther García Llovet es que no intenta explicar todo aquello que resulta imposible de explicar: por qué la quiere él, por qué no le quiere ella, etc.

Da por hecho el amor y toda la persecución que le sigue por parte de ese cocinero hiperproteico, seductor y que conduce un Maserati.

Persecución del cocinero a la camarera salvadoreña que se llama Perica y no tiene papeles.

Aunque aquí, la que manda, de haber alguien que manda, es ella.

Y a él sólo le queda declararse enfermo de amor y arrastrarse un poco para conseguirla.

Y poco a poco, todo se va enrareciendo.

Aparecen más personajes y tramas: niños enfermos, niñas secuestradas, ex suegras cleptómanas y locutores de radio con nombre de mujer y una tragedia o un misterio a sus espaldas.

Todo se vuelve un poco siniestro.

Siniestro tipo película de David Lynch.

Pero no desentona.

Al revés: mola.

Mola mucho esta señora, Esther García Llovet, sobria, muy sobria cuando escribe y al mismo tiempo, muy extraña. Y sólida. Y poética sin ñoñerías. Poética más bien del tipo amenazante.

El libro lo publica Ediciones del Viento.

Corred a comprarlo.

O robadlo y leedlo.

Os va a gusta.

A mí, al menos, me ha gustado.

Mucho, mucho.

Y hasta voy a intentarlo con su anterior novela, Submáquina. La tengo por aquí y en su momento, aunque quise, no pude prestarle atención.

Iba a cerrar con alguna cancioncilla, pero no se me ocurre ninguna.

He renunciado al rock and roll.

En lugar de eso, cierro con la despedida de ese locutor de radio con nombre de mujer, Madame Aldolph, que aparece en la novela y al que ya he mencionado antes:
"Esto es todo por hoy –dice con un largo bostezo–. Malas noches a todos y a todas. Cenad ligero, no bebáis vino blanco jamás, nunca, ni para aderezar una salsa. Y recordad. Si vuestra acompañante pide Coca-Cola con la comida salid disparados como conejos. A no ser que tenga quince años."

domingo, 29 de noviembre de 2009

Crónica a toda prisa de algunas lecturas del fin de semana (Joan Margarit, Pere Ginferrer, Esther García Llovet, etc)

Leo a Joan Margarit y uno de sus poemas, Versos para Billie, me lleva a escuchar esta canción:



Sí, lo sé, me he hecho mayor de golpe, más mayor todavía, quiero decir: ya sólo pongo vídeos de chalados que tocan el piano o negras de vida turbulenta que cantan como Dios.

Pero es que ambos, Glenn Gould y Billie Holiday, son los únicos que consiguen emocionarme en estos momentos.

No voy a cortar y pegar el poema de Margarit, aunque es estupendo.

Quizá otro día.

Sí voy a copiar el arranque de Canción para Billie Holiday, de Pere Gimferrer:
Y la muerte
nadie la oía
pero hablaba muy cerca del micrófono

Con careta antigás daba un beso a los niños
Y también el final de ese mismo poema:
No nos dan mermelada ni pastel de cereza
ni el amor ni la muerte extraña fruta que deja un sabor ácido
Leo en diez minutos, no me duran más, los suplementos culturales de un par de periódicos.

Una frase se me atraganta: vacía y tópica, vale, pero pesada, pesadísima, intolerable, porque la reproducen muy grande, como si tuviera algún valor, y porque se refiere a Rafael Sánchez Ferlosio.

Ni aunque quisiera podría repetirla aquí.

El sábado mientras ceno, o mientras intento cenar, un tal Zindo escribe un comentario en la entrada sobre Me acuerdo, de Joe Brainard.

Entro a ver uno de sus blog, cuaderno de notas.

Es moderno, muy, muy moderno.

Pero tiene una entrada preciosa sobre el silencio.

Y esta otra, se llama soplar, corto y pego.

en un comentario etimológico probablemente falso pero del todo afortunado, pascal quignard sugiere que las palabras latinas flare -soplar así como se sopla una flauta- inflare, fellare, tienen su origen en la griega phalos, y todas, de alguna manera u otra, suponen infundir energía, cargar la realidad, el ejercicio de otorgarle a la realidad una forma aumentada

Me deja tan impresionado que hasta me obliga a lanzarme a las calles.

A eso, a "otorgarle a la realidad una forma aumentada".

O a que ella (la realidad) me la otorgue a mí.

O a celebrar un cumpleaños en el que no se soplan velas pero sí se soplan gin tonics.

(Y como siempre, lo más importante es lo que se calla: la verdadera, la gran lectura del fin de semana, ha sido una novela llamada Las crudas y escrita por Esther García Llovet. Muy buena. Se merece toda una entrada. Puede que la siguiente.)

jueves, 26 de noviembre de 2009

Vendrán más años malos y nos darán más premios (elogio de la antipatía a cargo de Rafael Sánchez Ferlosio)


Los premios literarios cada vez me recuerdan más a los certámenes de misses.

O de misters.

Casi nunca entiendo los criterios por los que se rige el jurado.

Ni siquiera sé si deberían seguir existiendo.

Pero de repente, le dan el Nacional de las Letras a Rafael Sánchez Ferlosio y entonces dices sí, cuánto me alegro, ojalá disfrute mucho los 40.000 euros, y no se le atragante la cena en la ceremonia de entrega (si es que hay cena y ceremonia).

Y amén.

A mí, de Ferlosio, me gusta todo, o casi todo, o bueno, muchas cosas.

Y especialmente, lo que no me gusta.

Por ejemplo, me jodió la infancia con sus Industrias y andanzas de Alfanhuí, esa novela que nunca conseguías leer entera.

Siempre, año tras año, el libro de Lengua estaba lleno de fragmentos rarísimos e imposibles de ese tal Alfanhuí.

Había, además, que leerlos en voz alta, o analizarlos sintácticamente, o lo que fuera.

Yo odiaba a Alfanhuí, y le odiaban todos mis colegas, y hasta juramos que si un día nos encontrábamos por la calle a un niño con los ojos amarillos como él le íbamos a romper el alma a patadas.

Pero luego, ya en la adolescencia, leí el Alfanhuí de verdad todo seguido y aquello no estaba mal.

Me gustó también El Jarama (a mí, sí) y me gustó más todavía que Ferlosio renegara de ella, su gran novela, la que todos reverenciaban e intentaban imitar, y que se pasara no sé cuántos años sin escribir narrativa, puesto de anfetaminas y dilucidando extrañas cuestiones gramaticales que no le importaban a nadie.

O lo de su hermano Chicho, el cantautor que en este vídeo da una auténtica lección a los chavales. No sé si de Educación para la Ciudadanía. Pero sí de educación para la vida. Atentos al cometario final de uno de los niños.

Hasta tiene hace gracia lo de su padre, el falangista que escribió parte del Cara al sol.

Pero a mí, de Ferlosio, lo que de verdad me gusta es su antipatía, que sea tan hosco, tan gruñón.

No lo digo por la pose (la suya, si es que es pose).

Lo digo porque me parece un buen lugar en el que instalarse si es que se quiere pensar. O sea, plantearte cómo funciona el mundo, las cosas que ocurren, quién manda, quién se beneficia y las tonterías (o no) que se dicen. Está bien no sonreír, tocar un poco los huevos y desmontar unos cuanto tópicos sobre, por ejemplo, la tolerancia, el poder, España, la democracia, el derecho a la intimidad, el deporte y hasta al mismísimo Dios.

En eso consistía Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, para mí, uno de sus mejores libros. O el mejor.

Eran cositas muy cortas, aforismo, reflexiones...

Yo vuelvo a él con frecuencia, sobre todo cuando veo que me estoy ablandando y que ya no gruño con tantas ganas como antes.

Corto y pego un fragmento. Y hasta por una vez utilizo las negritas. A disfrutarlo y a resistir:
No hay nada que pueda impresionarme tan desfavorablemente como el que alguien trate de impresionarme favorablemente. Los simpáticos me caen siempre antipáticos; los antipáticos me resultan, ciertamente, incómodos en tanto dura la conversación, pero cuando ésta se acaba se han ganado mi aprecio y simpatía. Ese viajero que dice "Buenas noches", al entrar en el compartimento del vagón; que apenas alza los ojos, sin interés alguno, a la comparecencia de viajeros nuevos, que no vuelve a despegar los labios hasta llegar a su estación, para decir: "Que tengan ustedes buen viaje", suscita en mí la convicción –probablemente tan arbitraria como injusta– de que en un choque o descarrilamiento se portaría del modo más heróico y más socorredor, mientras que el dicharachero, que no ha parado en todo el viaje de hablar y de reír, de entablar relación con todo cristo, y no digamos si –¡horror!– hasta contando chistes por añadidura, me impone, en cambio, la más absoluta certidumbre de que no podría dar, en igual trance, sino el más bochornoso espectáculo de histeria y cobardía. La simpatía es un arcaísmo de quienes creen, quieren creer o necesitan fingir que hay todavía un medio, un ámbito de vida pública, en el que los hombres pueden allegarse en algún grado, de manera directa y espontánea, los unos a los otros. La antipatía es resistencia y repugnancia a simular y escenificar –abyectamente– un mundo que no existe.

martes, 24 de noviembre de 2009

Algo de cómics (sobre 'George Sprott 1894 - 1975', de Seth y otras lecturas recientes)


Hace tiempo que no hablo aquí de cómics.

Y eso que he leído algunos buenos.

Me divirtió El apartamento, de Kang Full, editado por Planeta DeAgostini. Era un manhwa. El manga coreano se llama manhwa y, según cuentan, no tiene nada que ver con el japonés. Los dibujos de éste eran muy naifs, casi infantiles, pero encajaban de puta madre con el guión, muy eficaz, eficacísimo, como de peli oriental (y buena) de terror.

¿Tramposo? No sé, me quedé a medias: es una serie de cuatro álbumes o libros o como se llamen, y de momento, sólo ha salido el primero.

Y disfruté mucho con De mano en mano, de Ana Miralles y Emilio Ruiz, editado por Edicions de Ponent.

La idea de partida quizá no fuera muy rompedora: seguir la trayectoria de un billete de 20 euros, desde que sale del banco hasta su final, o uno de sus finales posibles.

Lo bueno es lo que Ana Miralles y Emilio Ruiz hacían con eso: no daban respiro al lector, le mareaban (en el mejor de los sentidos) y le sorprendían continuamente. Lo llenaban todo de vida y de esos dibujos, quizá algo antiguos para lo que se lleva ahora, pero con unos colores y algunas escenas potentísimas.

También molaba por lo que tenía de retrato lúmpen de la ciudad: con sus putas, sus chabolas, sus trileros, etcétera.

Y hasta de fábula sobre la existencia humana. Eso era bonito: el final, con una pareja desnuda en la cama. Ella, una mujer valiente y estupenda. Como son algunas mujeres. Él, un tipo débil y angustiado. Como son casi todos los hombres. Y el billete, en medio, como símbolo no ya de la mercantilización de nuestras vidas o de lo putas que somos todos, sino de esa sucesión de imprevistos, azares, desgracias y micropelotazos en la que al final nos acabamos convirtiendo.

El último cómic que he leído juega en una liga aparte, la liga de los grandes.

Se llama George Sprott 1894 - 1975 y el responsable de todo es un tal Seth, canadiense, de 1962 y reconocidísimo tanto por sus obras anteriores, que no he leído, como por sus trabajos para el Washington Post o el New Yorker.

A mí los cómics tan, tan buenos me asustan.

Casi siempre me acaban decepcionando: o son muy pretenciosos o les falta algo.

Pero éste no.

Éste es perfecto.

Uno de los cómics más perfectos que he visto y leído en mi vida.

Aunque no necesariamente el que más me ha gustado.

A veces, las obras que más te marcan, las que consiguen partir tu vida en dos, son las más modestas y hasta las fallidas.

Volviendo a George Sprott 1894 - 1975, sí que se merece el calificativo de novela gráfica.

Es una historia con un trasfondo de eso, de novela, una de esas grandes novelas yanquis (aunque aquí todo sea canadiense), muy ambiciosa, con afán de totalidad. Y, al mismo tiempo, con un universo propio y extraño, incluso con un punto muy friqui y cerrado sobre sí mismo.

Cuenta la muerte y, sobre todo, la vida de ese tal Geoge Sprott, estrella de una televisión local durante más de 20 años gracias a un programa llamado Hitos boreales, en el que hablaba de las expediciones y la vida en los polos.

Llegó a ser el más visto de su tiempo. Luego vino la decadencia y cinco años después de su muerte, la cadena destruyó todas sus grabaciones. Hoy sólo los más viejos se acuerdan de él.

George Sprott 1894 - 1975 es el retrato de un mundo que ya ni siquiera existe y de una persona que casi parece real, con sus éxitos, sus aciertos y sus miserias. Alguien que tuvo suerte en la vida, al que las mujeres quisieron y que hasta se convirtió en una leyenda local.

Pero también acabó cayendo en el olvido, víctima de ese fracaso tan íntimo, o tan a la vista de todos, que supone envejecer y el paso del tiempo.

Seth transmite todo eso, sin cargar las tintas, sin forzar lo que no necesita ser forzado, con una inmensa melancolía.

Y la soledad de un esquimal perdido en mitad de una tormenta de la que ni siquiera sabe si saldrá vivo.

Visualmente es magistral y lo cuenta de puta madre: estructurando la historia a partir de capítulos muy breves, en los que mezcla recuerdos del propio protagonista con entrevistas a quienes le conocieron, anécdotas sobre los lugares en los que transcurrió su vida y mil cosas más.

Y al final, como tantas otras veces, sólo te queda el asombro ante el hecho de que puedan existir libros así y que alguien sea capaz de levantar todo un mundo en tan pocas páginas. Y la tristeza, claro, de haber visto tu propio destino y el de todas aquellas personas a las que quieres.

O sea, que mejor no lo leáis.

Iros por ahí, de copas o a jugar a las chapas o a cuidar vuestras granjas en Facebook.

O seguir viendo vídeos de Glenn Gould.

Yo últimamente no paro de buscar en YouTube momentos tan maravillosos y perfectos, sí, también perfectos, como éste:

domingo, 22 de noviembre de 2009

George Bataille y Glenn Gould contra Benedicto No Sé Cuántos


Termino el fin de semana bebiendo un zumito y leyendo a Bataille (el señor de la foto).

Quizá porque aún recuerdo lo que dijo el otro día Benedicto Ratzinger.

Quizá por motivos que no vienen al caso.

Quizá porque ahora todos se han vuelto posposmodernos y citan mucho a Deleuze y Derrida, pero nadie se acuerda de Bataille.

Deleuze, Derrida y Bataille, tres charlatanes, no hay que creérselos, pero a Bataille por lo menos se le entiende (a ratos), y es divertido, y muy, muy guarro.

Hasta la Wikipedia cuenta que iba para cura, pero cambió la Iglesia por los burdeles.

También cuentan que una vez quiso decapitar a un tío para inaugurar una sociedad de secreta.

Lo dicho: no hay que creérselo, pero tiene gracia: un cruce de Sade con Nietzsche, un bibliotecario jugando a místico y a degenerado.

Corto y pego de El Aleluya y otros textos, editado por Alianza y traducido por Fernando Savater. Sí, Savater:
Sólo la cobardía y el agotamiento mantienen aparte.
Inclinada sobre el vacío, lo que, en su profundidad, adivinas es el horror.
De todos lados se acercan cuerpos desgarrados; enfermos contigo del mismo horror, están enfermos de la misma atracción.
Y hablando de cuerpos desgarrados, veo y escucho a Glenn Gould.

Pero de eso sí que no tiene la culpa Benedicto.

La culpa es sólo de Don Zana y de una serie de comentarios que escribió hace ya tiempo aquí.

Esto hoy ha sido muy corto, pero el vídeo es largo y yo no tengo fuerzas para más.

jueves, 19 de noviembre de 2009

El noble arte de descuajeringar libros (más sobre el libro electrónico)


Ayer me desperté con una noticia sorprendente: el 8% de la producción editorial española es libro digital, cito textualmente el titular de El País.

Luego me enteré que la cifra la había dado la ministra de Cultura y ya me quedé más tranquilo: no había que creérsela.

O sea, no había que molestarse en buscar ese 8% de libros porque seguramente no serían libros, sino publicaciones e incluirían el BOE, o artículos científicos, o cualquier otro truco para que la ministra y eso que llaman industria editorial, puedan darse un poco de bombo y creer que son muy, muy modernos y quedarse tranquilísimos mientras su mundo ha empezado ya a venirse abajo.

Por la tarde, y también en El País, leí por fin algo inteligente y real sobre la situación del libro electrónico en España.

El que hablaba era Juan González de la Cámara, fabricante de los lectores de libros electrónicos Papyre. Corto y pego:
Cuando empecé en el negocio fui con mi invento a diferentes grandes compañías. Ninguna se interesó. Sin embargo, sí lo hicieron y lo venden muy bien en las secciones de electrónica. Esto indica que el mercado va más rápido que el sector, pero también que se abre una puerta a la piratería.
Y más adelante en el mismo artículo:
Estamos cometiendo los mismos errores que la industria musical. La gente ya tiene el hábito de no pagar. Ganaremos los juicios pero no al usuario.
En ZonaEbook.com, para mí, una de las referencias indiscutibles en cuanto a libros electrónicos en España, con foros, análisis de aparatejos y, al menos, una noticia diaria relacionada con el tema, encontré este dato en su primera crónica de la Feria del Libro Digital de Madrid:
España es el país donde hay más piratería después de China, lo que le ha costado que le saquen los colores al Presidente Zapatero en varias ocasiones en sus viajes al extranjero, por lo visto una de las veces fue en la entrevista con el Presidente Obama de EE.UU.
Seguí el periplo porque tenía un huevo de trabajillos de mierda que acabar y ningunas ganas de enfrentarme a ellos.

Salté a lectoreselectrónicos.com, parecida a la anterior web: no tienen tantas noticias, pero sí un maravilloso foro para descargarte libros en formato electrónico.

Allí encontré esta historia que define muy bien la realidad del libro electrónico en España: lo inteligentes, encantadores y generosos que son sus lectores.

Y lo mal que lo están haciendo editores, distribuidores y demás.

Alguien en el foro, le llamaremos 1, pide Las benévolas, de Jonathan Little, una novela de unas 1.000 páginas que en 2006 ganó el Goncourt.

Otro lector, le llamaremos 2, se suma a la petición pero introduce un matiz muy interesante: él ya tiene el libro en papel y "pasa de cogerlo porque se desloma".

Aparecen dos lectores más, 3 y 4, que también tienen el libro en papel pero quieren leerlo con su Kindle, Sony Reader, Papyre o lo que sea.

El quinto lector, 5, hace una oferta: le regala el libro en papel a quien tenga tiempo y ganas de escanearse las 1.000 páginas.

Otro, 6, acepta el reto: dice que tiene un aparato que se ventila las 1.000 páginas en un cuarto de hora. Él sólo tiene que desencuadernarlo, cortar y meter la hojas en el alimentador automático del escáner.

5 compra el libro, se va a correos y se lo manda a 6.

6 también cumple su palabra, lo escanea y lo cuelga en cuatro formatos distintos: pdf, doc, lrf y fb2.

Todos dan las gracias y todos se quieren.

¿Todos?

No, uno expresa cierta inquietud: ¿de verdad has tenido que cargarte el libro?, ¿lo has roto del todo?

6 responde:
Si eres usuario de lectores electronicos, deberías haber hecho ya el cambio y entender que lo que importa es el contenido, no el continente. Diabolic

Lo que he hecho es facilitar la lectura de un texto contenido en una encuadernación en papel para que pueda disfrutarlo el propietario del libro en papel (que no leia por no ser manejable) al digitalizarlo. A la vez lo disfrutará mas gente.

Una vez extraida el "alma" del libro lo que queda ya es papel para reciclaje. ¿donde esta lo drástico? Nu am inteles

Darko, aún te queda algo de fetichismo por los libros en papel, haztelo mirar.
Impecable.

Y además, cuelga una foto preciosa como prueba: Las benévolas descuajeringadas y su nueva versión en un Sony PRS-505.

Todos vuelven a quererse, se dan unas palmaditas en la espalda y se ponen corriendo a leer el libro. O, al menos, lo intentan, porque yo no conseguí pasar de la cuarta página.

(La conversación completa del foro y la foto aquí)

Moraleja: ¿no hubiera sido más fácil que 1, y quizá 2 o 5, se compraran el libro en formato electrónico y se ahorraran todo lo demás?

Sí, pero es que eso es imposible: los editores y los ministros hablan y hablan, se asocian, organizan congresos.

Hacen incluso eso tan peligroso y que sólo pone en evidencia su impotencia: buscan un modelo de negocio.

Pero no terminan de arrancar.

Y mientras, la vida sigue y se los lleva a todos por delante.

Como las discográficas.

Ayer incluso veía una web curiosísima: en la portada tenía la lista de los diez libros más vendidos por El Corte Inglés (Saramago, Dan Brown, Larsson, Mankell...) y un enlace para descargártelos. Sólo le faltaban dos: el Planeta, que acaba de salir, y otro, que también debe ser nuevo.

En un par de días estarán los diez.

Por supuesto, no intentes comprarlos de forma legal porque es imposible.

El Corte Inglés, en cambio, ya vende su propio lector de libros electrónicos.

Y a mí, me pasa lo mismo siempre que hablo de estos temas, no sé si me gusta o no: aún creo en la labor de algunas editoriales y de casi todos los libreros.

¿Y los escritores?

Pobres: se llevan sólo un 10% del precio del libro. Si la obra pasa al formato de bolsillo, única forma de que sobreviva al cabo de unos meses, el margen se reduce a un 5%. De todo eso, su agente se queda el 10%.

Y si no tienen agente, ya pueden darse por jodidos: lo más probable es que la editorial les engañe aún más con la cifra de venta cuando hagan la liquidación.

Al final, creo que los escritores que logran vivir de sus libros no llegan al 4%.

Quizá a ellos sí que les venga bien el cambio en el modelo de negocio.

Suponiendo que aún exista algo así como un modelo de negocio.

(Algunos, en los comentarios y vía mail, han preguntado por Jaime San Román y la foto que colgué ayer suya. A mí, Jaime me mola: es muy cabrón, sabe mirar, nunca te deja frío. En su flickr puedes ver más: www.flickr.com/photos/jsanro)

martes, 17 de noviembre de 2009

Abriendo nuevas vías en el difícil mercado de la autoayuda (con un haiku de Takahama Kyoshi)


Otro trabajillo de mierda.

Mientras voy a hacer la entrevista (sí, es una entrevista) me vienen a la cabeza los psiquiatras de los que tanto se ha hablando estas últimas semanas: el niñato que sacó a la mala bestia que llevaba dentro porque una mujer le dijo "así no" y el militar experto en estrés postraumático que se llevó por delante a 13 personas cuando le tocó ir al frente.

Mi entrevistado de hoy también es psiquiatra.

Lo que pasa es que lleva años sin ejercer: ahora escribe y da conferencias.

Se ha convertido en un gurú de la autoayuda, vende libros como churros y es además argentino.

Mola entrevistar a la gente que escribe best sellers.

Te lo dan todo hecho, son muy listos, unos profesionales, no van de artistas ni plantean exigencias absurdas, tienen recursos de sobra y responden hasta cuando les preguntas por las acusaciones de plagio que pesan sobre ellos.

No pierden la sonrisa.

Yo tampoco.

Aunque no me los crea.

Aunque no me gusten.

Aunque no los vaya a leer en mi vida.

Éste, en concreto, el psiquiatra, fue tan encantador que, en un momento dado, me dieron ganas de abrazarle y llorar durante 20 o 30 años seguidos en su regazo.

Pero no, en lugar de eso me salió una pregunta.

Fue algo así como: Usted escribe cuentos para curar, o para ayudar a las personas, o lo que sea, pero ¿se podrían utilizar los cuentos justo para lo contrario? Quiero decir, ¿se le ocurre algún cuento para provocar el apocalipsis o para matar a tu jefe o para volver loca a tu mujer?, ¿quizá algún chiste infalible que dejé mudos para siempre a todos los miembros de tu familia en la cena de Navidad?

Y él, muy sorprendido, volvió a mirarme fijamente y en un arrebato de sinceridad respondió: ché, no le des tanta importancia, son sólo cuentecillos de mierda que a algunos les sirven...

Aunque luego se puso muy serio. Volvió a quedarse en silencio. Dejó pasar unos segundos y dijo entre dientes: podría estar bien, quizá funcione, lo pensaré, sería un nuevo modelo de negocio... Pero tú, ni una palabra, cabrón, ni se te ocurra acusarme de haberte robado la idea o te rompo el cuello aquí mismo.

Ya de vuelta a casa, pasé por Hiperión.

Me fijé en un libro del escaparate: Instantes. Nueva antología del haiku japonés. Traducido por José María Bermejo y editado por ellos, por Hiperión.

Tuve que comprarlo.

Pongámonos místicos: leer haikus es como comer pipas, pero eso lo explico otro día.

Hoy sólo corto y pego uno. Es de Takahama Kyoshi:
¿cómo llamar
hoy a nadie enemigo?
luna de otoño
(Puede que la entrevista fuera real y puede que también la pregunta friqui por mi parte, pero la respuesta del gurú poco tiene que ver con lo que he escrito aquí. Ni siquiera recuerdo lo que dijo. Tampoco creo que lo del cuento capaz de acabar con el mundo sea una idea demasiado original. Seguro es de Borges y que él hasta llegó a escribirlo. Es más, sigamos delirando, lo tiene María Kodama y ahora negocia con la CIA y Al Qaeda para ver quién le paga mejor.)

(La foto de hoy, tan real, tan áspera, tan extraña y al mismo tiempo perfecta es de Jaime San Román)